Fue en la segunda mitad del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, cuando llegaron a Zamora los ecos del urbanismo de la Ilustración, acometiéndose algunas reformas que tomaron como referente las ideas que Francisco Sabatini propuso para el saneamiento de Madrid (limpieza y empedrado de calles). En lo que afecta al ornato los logros no fueron comparables, si bien con el fin de hermosear el plantío de negrillos existente entre las puertas del Mercadillo y la Feria, en 1769, se construyó una fuente monumental, cuyo coste final nos recuerda que los dispendios de las obras municipales vienen de lejos. El siglo XIX poco o nada aportó a este capítulo, salvo añadir dos nuevos espacios de recreo: el Paseo de la Glorieta, en las afueras de la Puerta de Santa Clara, y el de Valorio. En 1904, más por el interés del escultor Eduardo Barrón, que por la voluntad de los munícipes de la época, Zamora inauguraba -de tapadillo- el que todavía es el principal icono de nuestra escultura conmemorativa: el monumento a «Viriato». Cuando está a punto de concluir la obra del nuevo edificio de oficinas provinciales, dicho sea de paso, ejemplo de discreción volumétrica, simplicidad formal y concepción clásica, pese a su modernidad, que viene a enriquecer el entorno edilicio renacentista y barroco, del Palacio de los Condes de Alba de Aliste y Hospital de la Encarnación, y deja en evidencia la ramplona concepción de su cierre este, decía que podría pensarse en reordenar esta plaza, en su día proyectada a partir de la centralidad del monumento, y absurdamente alterada para dotar de aparcamiento al hoy Parador de Turismo. Reordenación que debería contemplar -espero que no suene a blasfemia- la retirada de los falsos plátanos, árboles que han adquirido en pocos años un porte que anula la visión de una de las plazas más bellas y equilibradas, sino la mejor, de nuestra ciudad. Esta nueva ordenación habría de considerar devolver el monumento a su antiguo emplazamiento, y de paso restaurarlo, así como procurarle un nuevo solado e iluminación.

Volviendo al ornato, el resto de lo realizado en el siglo XX ha sido más bien poco y de discreta, cuando no de ínfima calidad. Nunca ha existido al respecto una planificación, ni un presupuesto mínimo. Solamente así se explica que algunos zamoranos universales, como Claudio Rodríguez, no tengan todavía un monumento, y que en los pocos y pacatos encargos se haya prescindido de algunos de nuestros mejores escultores vivos. Con ser grave esto no es lo peor, toda vez que los proyectos que se concretan resultan cuanto menos anacrónicos y decepcionantes. Como es el caso del recién inaugurado monumento al general Pablo Morillo, escultura regalada por las reales academias, cosa de agradecer, pero que parece rescatada del imaginario de la Restauración, tan propenso a la exaltación de héroes y gestas patrias, y que recuerda demasiado al Morillo del Monumento a los Héroes del Puente Sampayo, que Julio González-Pola realizase para Pontevedra en 1909. La escultura, si es que ha de contarse en su haber, no parece concebida por Ramón Abrantes, antes bien es hija de aquel gusto por lo anecdótico propio de Benlliure, Querol, Bellver, Suñol… sin llegar, claro está, a emparentar su modelado en calidad y resultado.

Parece pues absurdo decorar nuestras plazas y jardines teniendo como referente la estética del realismo historicista, como si el tiempo estuviera detenido y el arte no evolucionase. De manera que cabe esperar no prospere esa no menos rancia propuesta de colocar un clon de la escultura de Sagasta, que Pablo Gibert hiciese en 1891 para su Logroño natal, y que víctima de la vesania falangista, que en 1941 le arrancó la cabeza y la arrojó al Ebro, hubo de ser recompuesta en 1976 por el artista riojano Jesús Infante.

Aquí también tenemos experiencia en arrojar esculturas al río. No así en erigir nuevas. Lo poco que se hace siempre lo dicta el gusto del concejal de turno, la habilidad para medrar de los artistas o el amiguismo. Otras veces, nuestra racial tacañería nos pierde. Así, mucho se habló en su día sobre la conveniencia de pasar a bronce el grupo de «Nerón y Séneca», con el que nuestro paisano Barrón ganó la Medalla de Oro de la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1904. Si entonces hubo voluntad, pero la tecnología no lo permitía sin trocear la pieza, cuando en 2007 el Ayuntamiento de Córdoba realizó su fundición, aquí miramos para otro lado, como si la cosa no fuera con nosotros. Ocasión perdida por la que nadie se lamentará. Y aunque es evidente que se trata de una pieza de otro tiempo, conviene recordar que figura en los manuales de Historia del Arte, además de haber sido realizada por el escultor zamorano y castellano-leonés más importante del siglo XIX. Como el problema, insisto, siempre ha sido el dinero, unido a la falta de sensibilidad de nuestra clase política, «ágrafa» en cuestiones de estética, propongo una solución que no ha de costar mucho: trasladar el más singular monumento urbano contemporáneo que poseemos, el «Hombre Adámico», de Baltasar Lobo, desde su actual emplazamiento -en medio de la foresta del Parque de León Felipe- a la plaza de Sagasta. Un espacio que bien merecería un tratamiento urbanístico acorde con la singularidad de su arquitectura. Los cambios a realizar no serían muchos, tan solo quitar lo que iba a ser fuente y se convirtió en no sé qué, retirar esas estereotipadas farolas, y ese cartel con vocación de paisaje que recuerda unas obras pretéritas, y trasladar la pieza tal y como está, con su pedestal. Sería un acierto si además adquirimos algunos de esos bancos de sugerentes formas vegetales últimamente diseñados por Tuñón y Mansilla. Seguro que merece la pena y no resulta muy caro.