Los socialistas se toman un respiro para hacerse una foto bajo el retrato de Pablo Iglesias. Felipe González, una semana después de propinarle un tirón de orejas a Zapatero, ha decidido hacerse zapaterista con el fin de ahuyentar la depresión y mantener prietas las filas en un momento delicado. Lo primero para un partido, antes de una guerra fratricida entre la vieja guardia y las alegres praderas de Bambi, es mantener a salvo su entramado de intereses en los tiempos difíciles que corren. Por eso, los mismos que ayer criticaban la deriva del Presidente del Gobierno le hacen ahora la ola. El patriotismo de partido se ha impuesto sobre todas las cosas, incluso frente al desdén por las viejas esencias que ha marcado todos estos años la confusión y terminado con este viraje de la política social.

Y ¿por qué la confusión? Los herederos intelectuales de Marx y Gramsci hace tiempo que no creen en la utopía. El socialismo ha dejado de ser para ellos la solución a los problemas. La solidaridad y la igualdad son viejos principios que carecen del valor que tenían. El progresismo ha cedido ante el nihilismo, una teología de la nada que comprende todas las cosas, más o menos igual de autoritario, dogmático y arbitrario que las teologías clásicas de la providencia divina. Los nihilistas no desean nada pero quieren la nada, escribió ya hace mucho Umbral.

Los progres han pasado de la lucha de clases a la educación para la ciudadanía y el cambio climático. Si le preguntamos a un progre de nuestros días qué valores defiende, lo más probable es que se escude en la simplificación y la demagogia más grotescas. Hablará de cosas que nadie sabe lo que significan porque no significan nada. Reinventará, utilizando un verbo de moda contradictorio, ya que inventar es precisamente descubrir algo. Si alguien le dice que la novedad sólo se puede inventar una vez corre el riesgo de ser tachado de dogmático, porque todo es dogma para los partidarios del pensamiento débil. El adanista, enemigo de la certidumbre y refractario a la transformación de un mundo elástico, sostiene que la verdad es una antigualla metafísica. Para poder ser libre no hay que creer en nada, en eso consiste el relativismo absoluto. Quien cree en algo no puede ser ni objetivo, ni demócrata.

El posmodernismo o la posmodernidad se pusieron de moda en Europa coincidiendo con la transición española. En España llegó a convertirse en ideología. Los nuevos filósofos franceses calificaron el materialismo histórico de grosero por no considerar el impulso esnob de la sociedad y es ese impulso adaptado a la inestabilidad del mundo moderno el que ha guiado los pasos del zapaterismo, ahora intervenido por la vieja guardia socialista en un intento desesperado por salvar los muebles.

Pero el daño está hecho, más allá de la oportunidad política que haya decidido concederse el PSOE para resistir en el poder. La transigencia banal del pensamiento posmodernista, el talante, el revisionismo han sembrado la confusión. Nada hay más terrible. La confusión es peor que el error, incluso cuando éste nos lleva a rectificar todos los días como necios y no de vez en cuando, como sabios. Del error se puede salir, de la confusión no.