Raca debió de bajar la montaña durante la noche con la sola luz de la luna, al menos eso me pareció a mí cuando lo vi, a través de la ventana de la noche, en el horizonte donde el mundo acaba para mí; donde yo he decidido que concluya.

Era Raca un muchacho alto y delgado como un chopo de otoño y tenía en su boca dibujada la sonrisa de la inteligencia, pero en sus ojos existía como un cierto atisbo de desesperación. Al menos esa fue la primera impresión que tomé de él, cuando lo vi cercano horas más tarde y ya hería el dolor del sol al retirarse cuando llamó a la puerta de la choza.

El inicial otoño teñía de amarillo las hojas del castaño y de los nogales, ese color de tristeza contenida que encumbra de nostalgia el alma, y, en la madreselva pegada a la piedra de la choza huía, sin un solo quejido, su intenso verdor.

A pesar de la oscuridad de la atardecida Raca llamó, considerando que para mí el tiempo no contaba. Probablemente por eso decidió golpear la madera de la puerta. Llamó y le abrí. Como esperaba su llamada, le abrí. Aunque si no lo hubiera esperado también le hubiera abierto, porque como muy bien pensaba Raca yo estaba en el tiempo de todos los tiempos y apenas si lo tenía en cuenta. Me miró y le miré. La intensidad de la penumbra acunó nuestra mirada.

Cimbreaban las ramas de todos los árboles a mi alcance, una brisa serena y ajustada como la de los cervatillos que acaban de nacer y ya le está sorbiendo la leche a la madre.

Permanecimos así, en el umbral de la puerta, inamovibles toda la noche; más bien, lo que de ella quedaba. Supuse que Raca había venido sin excesos ni premuras.

Esperé. Esperamos. Siempre hay que esperar: es el mejor soporte a la paciencia: la espera. La mejor preparación para permitirnos poseídos por la esperanza. Sin esta no se puede vivir: es como el aíre que respiramos, o como el agua que bebemos.

Cuando el rocío goteó la hierba y la suavidad de la primeriza luz de la madrugada empezó a filtrarse a través de las fisuras aéreas de las sombras, entonces Raca habló.

-La ciudad en la que nací y me crié me ha elegido líder; no hacen nada que no haya sido sugerido por mí. Y yo no puedo hacer nada que no esté en su pensamiento, sintiéndome encarcelado en su deseo.

-Entonces eres, realmente, preso de ti, le respondí.

-Por eso he venido a ti, comentó Raca. No sé qué hacer con mi destino.

Una bocanada de aíre frío enmudeció su palabra y una pálida sombra se adueñó de su cara.

Esperó. Esperó hasta que mis palabras fueron escuchadas.

-En la historia de los tiempos, a los dioses fabricados en la tierra por los hombres se les exige demasiado; están siempre a merced de quienes les han engendrado.

El secreto está en el corazón y para descubrirlo hay siempre tiempo; le apostillé.

-Pero yo únicamente percibo gritos y voces a mi alrededor.

Permanecimos sentados en el viejo tronco de leña lanceado por el tiempo mirando estrellas. No quisimos ninguno de los dos ponernos a cubierto. Y para no invalidar el silencio que flotaba en el aíre cuajado de húmeda penumbra, de nuestra boca no salió ni una sola palabra. Tan solo estábamos preparados para escuchar las sugerencias de los múltiples suspiros que acechaban la noche por todas partes. En cualquier caso era un silencio que delataba ausencia y soledad. Cuando la quietud compartida nos anudó a los dos, le rogué que entrara en la choza y se sentara.

Y entonces yo encendí una vela que aposenté sobre la mesa de madera. El humo enturbió el olor de la densidad aérea que nos envolvía, apoderándose de cualquier otro olor.

Observó la llama Raca. Percibió la insignificancia de su luz y de su color; la levedad de las propiedades para las que había sido hecha, sobre todo la claridad sumisa. Hasta las sombras que acuciaban los espacios vacíos de la choza pudieron con ella.

Ha nacido para morir poco después de haber nacido.

-Déjate invadir por la parquedad de las cosas, por las cosas más sencillas con las que vives cada día.

Hazte llama de vela para que lo que te rodea apenas tome conciencia de tu presencia. Hazte menor, insignificante; humíllate ante ti mismo y ante los demás; apíñate de minúsculas luces para que la brevedad de la llama se haga en ti.

Marcha a tu ciudad con este mensaje, que tus palabras tengan el mínimo poder del convencimiento; redúcete a un vocabulario donde tus voces se aproximen al mundo de ese silencio que tú y yo hemos experimentado hace apenas nada y espera.

La gente empezará a darse cuenta lo poco que en realidad eres, que careces de poder. Se dará cuenta enseguida; con la misma urgencia que pensó lo contrario cuando le interesó.

Raca me miró y se marchó.

Cuando, no sé cuantas noches más tarde, un sueño me contó que las sombras habían anulado en su totalidad la llama de Raca y que en su ciudad todo era oscuridad y silencio, me desperté sobresaltado.

Y lloré durante dos días seguidos.

Pensé yo que a Raca se lo había llevado por delante la brisa enredada de los hombres.

Pero mi pensamiento, por fortuna, estaba equivocado y que si bien era cierto el paisaje desolador de la ciudad que lo vio crecer, al muchacho alto y delgado de sonrisa perpetua, lo que le había ocurrido es que se desprendió del destino que le habían trazado e intentó buscarse asimismo.

Recordó -y en este recuerdo tuvo mucho que ver su decisión última- mis palabras: El secreto está en el corazón y para descubrirlo siempre hay tiempo.

Y se marchó a otro pueblo que estaba a cientos de kilómetros del que lo había traído al mundo.

Llegó, compró una huerta, la aderezó y le garantizó el agua para siempre.

Y se pasó el resto de su vida, mirándola.

Y la gente de la nueva ciudad cuando pasaba cerca de él, siempre decía:

-Ahí está ese loco.

Cuando el sueño de otra noche me contó estas cuatro palabras y que Raca estaba inmerso en ellas, mi corazón se llenó de felicidad.

Y el de Raca también: esto ya no fue un sueño el que me lo contó, sino un pensamiento.

Y lloré; lloré lágrimas de rocío que me había prestado el amanecer.