Tanto que el último globo sonda lanzado por el ministro de Fomento, José Blanco, ha tocado la proa de las entidades locales españolas al abogar no por la supresión de ayuntamientos, como en el caso heleno, pero sí cuestionar directamente el papel de las diputaciones provinciales. La estructura provincial puesta en marcha en el siglo XIX se ha mantenido vigente en la España alumbrada con la Transición. De hecho, la Constitución Española consagra a la provincia como entidad local con personalidad jurídica propia. Pero el esfuerzo integrador de la Carta Magna tuvo también como consecuencia contradicciones flagrantes.

La estructura administrativa del Estado de las Autonomías se superpuso al preexistente aparato burocrático de las Diputaciones y el resultado fue que, en el afán de descentralizar, no se planificó ni se diseñó una nueva trama administrativa que evitara al ciudadano duplicidades, lentitud resolutiva y, en definitiva, aumento de los costes al erario público.

Es cierto que el papel de las diputaciones podría ser, por tanto, en estos tiempos de recortes e incluso en la búsqueda de esa eficacia que todos los ciudadanos reclaman a la Administración, cuestionado y cuestionable. Lo es en comunidades donde exista una consolidación plena del Estado Autonómico y no haya grandes disparidades ni territoriales ni de renta ni de población. Podría ser, por ejemplo, el caso de Cataluña. Nunca el de Castilla y León, con características radicalmente opuestas.

La Diputación de Zamora cuenta con 25 representantes, es decir, el mínimo que otorga la Ley que atribuye los diputados proporcionalmente a los habitantes de cada provincia. La institución provincial gestiona al año 78 millones de euros. Y aunque esa gestión esté abierta a la crítica y sea mejorable, las preguntas que deja sin resolver una hipotética supresión de las diputaciones son qué destino tendrían entonces esos 78 millones de euros, quién pasaría a administrarlos, cómo se garantizaría que la provincia de Zamora no perdiese tal aportación económica.

La utilidad de las diputaciones debe ser evaluada conforme al servicio público que prestan a los ciudadanos, especialmente en el ámbito rural: 15 millones en toda España. En Zamora, más de 130.000 personas viven en poblaciones de menos de veinte mil habitantes. Dicho de otra manera, toda la provincia, a excepción de la capital. Dotaciones deportivas, prestaciones sociales y 1.500 kilómetros de una red de vías provinciales, muy superior al conjunto de las carreteras de ámbito autonómico y estatal, son sólo parte del amplio abanico de competencias que asume la Diputación Provincial. Puesto que el 96% de los municipios constituidos en Zamora tienen menos de 1.000 habitantes, quedan pocas dudas sobre las dificultades que supondría asumir una carga de dichas características. Ni siquiera las mancomunidades surgidas en los últimos años están preparadas para poner en marcha servicios de gran envergadura.

Igualmente, resulta de dudosa utilidad para Zamora la alternativa de que sea la Comunidad, la Junta de Castilla y León en este caso, quien asuma ese papel. El máximo representante del Gobierno autonómico en cada provincia, el delegado territorial, carece de poder ejecutivo real tal y como queda recogida la figura en el Estatuto de Autonomía.

Castilla y León es la región más extensa y con menor densidad de población de la UE. Valladolid queda demasiado lejos desde el punto de vista administrativo. Y los recuerdos de anteriores repartos, por ejemplo, de fondos europeos, gestionados directamente desde la capital castellano leonesa, no hacen pensar, precisamente, en garantías sobre un reequilibrio territorial, que hoy por hoy, sigue siendo una utopía.

Sin otros mecanismos de gestión, la supresión de las diputaciones no supondría ventaja alguna para los habitantes de la Zamora rural. La solución a los problemas de sobrecoste y duplicidades debe ser la racionalización de los medios, una mejor definición de las competencias y una mayor eficacia en la gestión. No caben ensayos, los organismos e instituciones se pueden suprimir por decreto, pero las personas siguen viviendo en los pueblos. Todas merecen los mismos derechos que los habitantes de la ciudad, incluido el de contar con una administración cercana y ágil que vele por ellos.