Es necesario que al menos un día al año hagamos memoria agradecida de quienes en la Iglesia han sido llamados a la vida consagrada contemplativa. Los monjes y las monjas nos recuerdan a todos la necesidad que tenemos de trabajar nuestra interioridad y de vivir valores profundos, máxime en medio de este clima de aborregamiento cultural que nos toca vivir. Pero sobre todo me gustaría destacar que el silencio y la soledad que viven en el trabajo y la oración de sus monasterios son el mejor y más discreto testimonio de su amor comprometido con Dios y con los hombres de hoy. Cuánta ignorancia osada hay que soportar ante comentarios ocasionales del tipo «mejor sería que esas vidas se entregaran a tareas sociales o misioneras». Quien se atreve a hacer semejantes afirmaciones es porque todavía no conoce el poder y la eficacia de la oración auténtica. La intensidad y la hondura del retiro que estos monjes y monjas viven en sus claustros está sosteniendo la perseverancia de tantos cristianos y no cristianos que, por ejemplo, están apostando por los que están en la cuneta de la vida. Basta hablar unos pocos minutos con estos hombres y mujeres de Dios para sorprenderse de la sensibilidad con que viven las preocupaciones y los intereses de quienes tienen cerca y de los que están lejos. El silencio y la soledad con que viven su intimidad con Dios les lleva a ponerse más cerca de los hombres de hoy que lo que creemos estar otros muchos del otro lado de esos muros centenarios.

La pobreza, la castidad y la disponibilidad con la que viven abre los ojos a esta sociedad nuestra que, a menudo, está demasiado cegada por el acumular sin desfallecer, el medrar y trepar puestos, el encerrarse en uno mismo o el sálvese quien pueda. Contemplativos y contemplativas, lejos de estar desentendidos del mundo, viven y sufren en carne propia las angustias y los interrogantes de tantas personas de hoy, pero lo hacen con ese plus definitivo que es la fe y la esperanza en Jesucristo. Estas vidas consagradas a Dios son para toda la humanidad Evangelio vivo, es decir, anuncio de la ternura que Dios nos tiene y de que es posible construir un mundo mucho más humano y más divino. De hecho la alegría y la fraternidad con la que viven -aun con sus más y sus menos- son ya reflejo y anticipo de que ese mundo es posible aquí y ahora y después, como continuación, plenamente.

Se dice que «amor con amor se paga». Si ellos y ellas día a día rezan por todos, que al menos esta tarde a las 19.00 h. nos unamos a su oración y recemos por ellas. Os esperamos en el Monasterio de Santa Clara, c/ Miguel de Unamuno, n.º 9 (junto a la parroquia de María Auxiliadora).