En el fuerte pugilato entre las dos películas claramente favoritas a ganarse el Óscar como mejor película, «Avatar» y «En tierra hostil», ha acabado ganándolo por amplia ventaja la segunda, con seis Óscar en su haber, incluido el de mejor director para Kathryn Bigelow, primera mujer en conseguirlo. Una y otra película, por distintos motivos, han sido fuertemente criticadas. La de James Cameron «Avatar» no gustó a los grupos conservadores, la de Bigelow, «En tierra hostil», fue acusada de plagio y tuvo una acogida discreta entre el público norteamericano. Ver la guerra con descarnada brutalidad sin la épica ni el heroísmo tan acentuado del que las producciones norteamericanas hacen gala, es un plato que se sirve frío y no gusta. Lo que refleja ese hartazgo de películas realistas. La violencia cuanto más irreal pueda ser más seduce. Mientras, «Avatar» ha arrasado en la taquilla gracias a este infalible recurso que es el 3D, aunque la narración sea un tanto endeble, y esa seducción que comporta el universo inventado por Cameron. Una vez más, nos hallamos ante dos modos de acercarnos a valorar aspectos de la sociedad americana. Así, entendemos que lo grandioso y espectacular vende y bien, y si a ello le dotamos de una impostura seudo ecologista que oculta, más bien, un estribillo épico-heroico, mejor, porque así parece que se le infla de un contenido auténtico y profundo.

«En tierra hostil», por el contrario, nos hallamos ante un producto más acabado a este respecto. Desmenuza la psicología de la violencia hasta ciertos límites, desde un punto de vista novedoso: la guerra es una droga para algunos veteranos que no pueden vivir alejados de ella. Una guerra de Iraq que se torna en un espectáculo vacío de batallas y de formidables enfrentamientos, porque es una lucha, en esencia, sucia y desaprensiva. El objetivo es limpiar de minas una ciudad que puede convertirse en una trampa mortal en cualquier momento, ya sea por estas, ya sea por los francotiradores. La pericia de Bigelow es enorme. No hay concesiones a la galería, salvo en un aspecto, cuando aparece la escena del chico-bomba. Es un momento que conmociona por su estilo gore. Pero, a su vez, tiene un aporte más implicativo. Nos da la impresión de que los otros son esos enemigos brutales emboscados que es necesario abatir y eliminar (a este respecto no hay ninguna duda, nunca la hay en un cine norteamericano que siempre sabe bien quiénes son los buenos y quiénes los malos, sin líneas grises). Ahí es donde el filme, en su fría apuesta, patina hacia esa justificación de un conflicto no explicado en sus causas. ¿Qué misión cumplen en realidad las tropas yanquis? ¿Desactivar bombas que van dirigidas hacia ellos? ¿No sería más fácil que se hubieran retirado de Iraq?

Tampoco se adentra en otro aspecto esencial de la psicología del combatiente: el estrés postraumático que puede acarrear no sólo pesadillas, inquietud o un vacío interior, como el del personaje principal que le arrastra de nuevo a una nueva misión en Iraq, sino a la violencia irreflexiva contra su familia (incluso, llegando al suicidio, como se ha podido leer en algunas noticias de la prensa). No hay duda de que la radiografía humana que practica Bigelow es menos superficial que la que, en términos generales, siempre se mueve en el cine de Cameron. Pero tampoco debemos exagerarla. Además, otro aspecto que puede no haber gustado al público norteamericano en su trabajo reside en que el héroe, a fin de cuentas, peca de ser individualista y no piensa en el grupo, se comporta de manera tan particular que la camaradería se descompone sin darle mayores atributos.

El cine nos reporta y codifica actitudes y reflejos de una idiosincrasia. Ayuda a comprender, en parte, la dialéctica que sostienen las sociedades, su forma de comprender cuanto les rodea o cómo interiorizan o asumen sus traumas. En este caso, la guerra de Iraq es una herida lacerante para Estados Unidos. La victoria contra el inefable Sadam se ha quedado en agua de borrajas, en un conflicto permanente que supone una sangría y coste en vidas enorme y que ha derivado en una educación emocional corrompida y graduada por el efecto, siempre pernicioso, del combate en el soldado. A este respecto, la Academia ha hecho un reconocimiento de ese trabajo como un homenaje, a pesar de las críticas recibidas, a las fuerzas implicadas en Iraq. Lástima que el filme desaproveche el momento para invalidar la justificación de la guerra como fin legítimo. En ese contraste, el filme de Cameron, tras su abrumador éxito con «Titanic», cargaba con la debilidad de su afán desmesurado. Si hubiera ganado en la carrera por los Óscar tampoco nos hubiese extrañado en exceso, más raro hubiera sido pensar que «Malditos bastardos», «Up in the air», «Precious», estas dos últimas conmovedoras radiografías de una sociedad gris, hubieran acabado alzándose con el triunfo.

La farsa de Tarantino, la conmovedora soledad de Clooney o el desgarrador relato de una adolescente negra, no las podían desbancar en esta lucha. De todos modos, en ese consuelo amable y necesario, el galardón otorgado al filme «El secreto de sus ojos» del argentino Juan José Campanella, bella joya de un cine intimista y humano, hace pensar que no todo en Hollywood vive en penumbra. Campanella recrea una historia hermosa y trágica, siguiendo el estilo de un cine negro en el que el espectador se ve seducido por el juego de miradas de Ricardo Darín y de Soledad Villamil, y un grupo de secundarios que hacen de la película una joya. Aquí, la imagen es la verdaderamente ganadora y, al margen de los premios que pudiera recibir, se compone de quilates de belleza en cada fotograma. En suma, la gala de los Óscar no deja de ser una autohomenaje cada vez más acentuado de Hollywood hacia su propia idiosincrasia. Y, sólo de vez en cuando, nos sorprende con apuestas realmente arriesgadas valorando el auténtico cine, como es el caso del director argentino.