El escritor zamorano David Refoyo y yo (hermanos literarios, puesto que ambos fuimos ahijados por el mismo padrino: José Ángel Barrueco) acudimos el pasado lunes 15 de marzo a la presentación del libro «Rumoroso cauce: nuevas lecturas sobre Claudio Rodríguez», que tuvo lugar en la librería madrileña «Alberti». Se trata de una edición coordinada por el hispanista americano Philip W. Silver y publicada por Páginas de Espuma. La presentación, que estuvo plagada de anécdotas y recuerdos, fue muy emotiva, pero lo mejor llegó después, con la subida de temperatura que provoca la mezcla de vino y calor humano, esa suerte energía que emana de lo que llamamos espíritu.

Como no podía ser menos, allí se encontraba Clara Miranda, viuda de Claudio, quien, con su cordialidad habitual, nos dispensó un trato exquisito. Junto a ella estaban dos ilustres de los círculos culturales zamoranos: Julio Mostajo y José María Carrascal. Dos dechados de cariño y simpatía. Tras los pertinentes saludos, David y yo, que hemos crecido, literariamente hablando, alimentados por los autores americanos de los años cincuenta y sesenta, tuvimos la oportunidad de mantener una interesante charla con el hispanista Bill Sherzer, quien nos habló, con mucho conocimiento de causa, de la Generación Beat, de Chandler y de Claudio Rodríguez. Avanzada ya la conversación, conseguí, a través de esa especie de médium en que se había convertido Sherzer, invocar a algunos de mis mitos hasta, de alguna manera, devolverlos a la vida, la de mi conciencia.

Al cabo me percaté de que la librería, a pesar de la prohibición de fumar en ella, se había llenado de humo. Era un humo gris y denso, humo de cigarrillo. Miré en derredor para ver si, efectivamente, alguien había roto las reglas. A mí también me apetecía fumar (cuando consumo alcohol me entran ganas), pero no era de recibo. Como no vi a nadie haciéndolo pensé que sería un espejismo fruto del «mono» y me reincorporé, mentalmente, a la conversación. Minutos más tarde, la capa de humo gris se había convertido en una masa densa, estática, inmóvil, que flotaba bajo el techo de la sala como si fuese un ente con vida propia, un algo que nos escuchaba, una materia informe que crecía al mismo ritmo que la intensidad de las conversaciones que manteníamos los allí presentes. Algo raro estaba pasando, eso era obvio, pero no fui capaz de discernir el qué.

El martes por la mañana, a eso de las cinco, mucho antes de que sonara la alarma de mi reloj, me desperté de manera repentina, recordando con nitidez el sueño que acababa de tener. La experiencia onírica me aclaró el misterio de la librería «Alberti»:

Claudio Rodríguez, fallecido el 22 de julio de 1999, fue incinerado en la ciudad de Zamora. Un grupo de amigos y allegados vertieron sus cenizas sobre el río Duero, su río, el del rumoroso cauce. Y desde allí, descompuesta ya su estructura molecular, pasó a formar parte de todas las cosas. Por eso, el pasado lunes, mientras era homenajeado en la librería «Alberti», tan discreto y humilde como de costumbre, fue capaz de manifestarse ante nosotros hecho materia, en forma de humo gris: su alimento favorito, el generado por su inseparable tabaco. Fue una deferencia de maestro, una metáfora de genio, una demostración de que Claudio, al igual que James Joyce, era capaz de usar el lenguaje, la comunicación, más allá de la semántica, más allá de las palabras. En la librería «Alberti», Claudio, contradiciendo los dogmas católicos, fue capaz, en resumen, de fusionar materia y alma como si se tratase de un mismo ente, porque como él mismo escribió en un poema: «Esta materia es alma / Ventana transparente: cuerpo y sueño».