Hubo un tiempo en que no se concebía un torero de postín sin pasodoble. El estreno de la pimpante pieza musical corroboraba la consagración del «Maestro». Poetas de primer orden romanceaban la letra que músicos inspirados ajustaban a clave. Buena parte de la historia del toreo se cuenta y canta en pasodobles que componen una muestra muy importante del folclore, de la cultura popular. Está llamando a mi memoria con su letra y su música «El niño de las monjas»: dramática biografía de un muchacho huérfano, recogido y mimado en un convento de donde salió para triunfar como los grandes de la lidia, pero cayó en la arena y fue corneado por la bestia bicorne; (así llamaba al toro mi nunca olvidado compañero Rafael López Chacón, excelente revistero de la muy taurina Barcelona). El precitado pasodoble sitúa con acierto el drama: «Era una tarde de feria/ tarde española de toros y de sol», en efecto, la corrida o la capea dan el tono de la fiesta mayor de los pueblos de España. «Aunque no haya para pan», comentaba socarrón mi paisano el tejero Ananías. En la revuelta Primavera del 36 se cantó en esta tierra: «Piden toros, piden toros/ en el pueblo Villabuena./ Para el año treinta y seis tendremos una muy buena». (Y ¡tan buena...! ). Es seguro que se trataba de Villabuena del Puente, localidad con fama de aficiones artísticas que contó con una exitosa compañía teatral, a la que daba nombre Benita «la Salerosa».

En la coplilla de referencia asomaba el rejoncillo antitaurino: «Vengan toros, vayan vacas,/ pero el pobre jornalero/ no gana para alpargatas». Dado el antecedente, no puede alardear de originalidad el líder de los socialistas madrileños Tomás Gómez al condenar la iniciativa taurófila de Esperanza Aguirre: «Lo mejor para los toros es intentar que no haya paro», ha sentenciado el presunto candidato que, en invectiva del rival pepero, aún no ha recibido la alternativa. La presidenta del gobierno madrileño pretende declarar la Fiesta de los Toros Bien de Interés Cultural. La verdad es que se trata de un patrimonio artístico, cultural y económico de larga y consolidada tradición en la mayor parte de España. Entonces, no puede argumentar que haya causado sorpresa el hecho de que otras autonomías se hayan adelantado a mostrarse de acuerdo con la iniciativa de la presidenta Aguirre. El toreo es oficio de artistas con gusto por el riesgo; y como tal ha sido reconocido en la Literatura, la Pintura, la Escultura, la Arquitectura (la antiquísima plaza de toros, por ejemplo), sin olvidar el Periodismo, que cuenta entre admirados estilistas de la pluma a buen número de críticos taurinos.

Bien podría tomarse por atrevida paradoja el comentario de cierto periódico barcelonés que interpreta la iniciativa de Esperanza Aguirre como un intento de politizar el tema de los toros. ¿Es que carece de intencionalidad política el batiburrillo del Parlamento catalán en torno a la secularmente llamada Fiesta Nacional? Hay quien afirma que no hay que calentarse los sesos para descubrir en estos debates propiciados por la política dominante el propósito de poner en evidencia otro motivo de diferenciación. No resultaría aventurado afirmar que se pretende abolir los espectáculos taurinos por su carácter manifiestamente identitario de fiesta esencialmente española. Por lo que se lee estos días, los políticos catalanes se van a quedar solos en sus afanes antitaurinos, frente al resto de España y contra gran número de aficionados barceloneses, entre los que durante algunos años tuve la satisfacción de contarme. Fue la época de Luis Miguel Dominguín, Arruza, Martorell, Manolo González, Chamaco... el tiempo taurino dominado por Balañá a quien nadie le apeaba el don. Los domingos, toros en una de las dos plazas; los lunes, rabo de toro en «Ca´l Pencas»; en cuanto entrábamos Juan José Castillo, López Chacón, Víctor Pascual (todos ya en la gloriosa indiferencia) se adelantaba el figonero: ¿Conque rabo de toro?; rabo de toro van a comer cuando venga el señor del Kremelin. Hombre, a la fuerza ni toros ni rabo. Haya libertad: no nos fastidien el pasodoble.