Desde que se hizo realidad, la encarnación ha sido un hecho que siempre ha sorprendido, incluso confundido a los hombres. Que el Hijo de Dios se haya hecho hombre, haya tomado «forma de esclavo», ha resultado y sigue resultando difícil de aceptar. Por eso desde el principio surgieron doctrinas que negaron, o minimizaron al menos, una de las dos dimensiones: la humanidad o la divinidad, doctrinas que de una u otra forma perduran aún.

A lo largo de toda la vida de Jesús aparecen manifestaciones concretas de esa difícilmente comprensible acción divina que transforma la historia. El evangelio de hoy ofrece una de ellas. Por un lado su «epifanía» como Hijo de Dios: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto, por otro esto tiene lugar cuando Jesús acaba de ser bautizado por Juan. Se muestra como uno cualquiera. «El que no conoció pecado» recibe el bautismo de conversión y penitencia para el perdón de los pecados como uno de tantos pecadores.

Con frecuencia nos preguntamos los creyentes por qué Jesús quiso pasar por ese gesto que no necesitaba, y la respuesta se encuentra observando toda su vida, en la que el bautismo realmente no resulta un gesto extraño: busca encontrarse con los pecadores y solidarizarse con ellos, ha querido compartir nuestra condición. Su venida inaugura el tiempo de la misericordia y no del castigo, los pecadores pueden tener esperanza porque cuentan con la proximidad del Hijo de Dios. Un rasgo importante de la vida del Nazareno es su capacidad de acogida a los hombres y mujeres a quienes la sociedad judía consideraba pecadores, comparte mesa con los pecadores públicos a los que ningún judío «de bien» habría osado acercarse. Por ello lo señalan con desprecio como «amigo de pecadores». Y se acerca a ellos no como juez que da sentencia ni como moralista que adoctrina, sino como hermano que ayuda a descubrir el perdón de Dios, el Hijo amado de Dios que en su persona les posibilita sentirse también hijos amados de Dios, que necesitan y son capaces de buscar en su interior lo mejor de sí mismos y rehacer sus vidas.

Y no es que Jesús sea complaciente con el pecado. Sorprende la fuerza con la que condena el pecado y la injusticia y cómo, al mismo tiempo, acoge con misericordia a los pecadores.

Junto con el asombro el gesto sorprendente de Jesús provoca contemplación agradecida y frecuentemente un cambio de actitud en sus seguidores. La denuncia del pecado ha de ser compatible con la cercanía al pecador. Muchas veces las personas a las que tan fácilmente condenamos necesitan comprensión y ayuda que les anime a renovar sus vidas.