Que no, que no soy capaz de sorprender como en años pasados con un «Cuento de Navidad». Ha llegado demasiado pronto este comentario y ni la meteorología, que huele más a otoño que a otra cosa, ni el ánimo general, ni el momento social y político cada vez más ajeno a lo entrañable, cálido y pacífico de estas fechas, ni el mercado de trabajo, ni la marejada tirando a temporal del Constitucional, ni el cabreo de la gente están para excesos literarios. Por más que me estrujo los sesos no me viene. Me quedo, pues, con aquello de Alphonse de Lamartine: «No reveles tus cuentos a nadie y no sueñes ya más». Así que manda el momento y la sobriedad y el morado, que se queda a medio camino entre el blanco de la Navidad y el negro, negrísimo, de la crucificadora política de ZP. La Iglesia, entretanto, a lo suyo como Isaías, a ser voz que grita en el desierto para hacer accesible, comprensible y conmovedor el mundo del espíritu, de Dios.

Es de noche y me encuentro dando forma a este comentario. Bajo al portal de casa para recoger la propaganda que se acumula en el buzón de la comunidad sin que nadie se moleste en retirarla. Busco una frase, algún eslogan, de esos que el comercio no tiene rubor en tomar del mundo de lo religioso a modo de reclamo. La Navidad permite esa apropiación. Pero no, lo único que veo es el anuncio de «última oportunidad para aprovechar los mejores precios del año». También el Adviento, me digo, es una oportunidad para hacerse con lo que no tiene precio, con ese don siempre expresado, nunca retirado, de un Dios que no se ofrece como producto de mercado ni esconde en el anverso la fecha de caducidad. Entonces, el círculo de lo religioso, ¿qué es lo que ofrece? Pues, sencillamente, el término «ofrecer» no parece el más adecuado, como si por estas fechas anduviera metido en una guerra de mercados. La Iglesia no tiene a Dios en propiedad, lo celebra, eso sí, e invita a esa celebración a todo aquel que no sienta como molesta la entrada de Dios en la historia, ni repugne los signos de su presencia, crucifijos incluidos.

Larga víspera de la Navidad es el Adviento. Hacia fuera, tiempo de anuncios y de luces de neón, tiempo de sueños y de carteros, tiempo de augurios, de ofertas y oportunidades. Hacia dentro, en el reducto de la fe, tiempo de Isaías y de Juan el Bautista, tiempo de María y de José espantando fantasmas y pasando las noches en claro, tiempo de compasión y de la aparición de un Dios que puede ser hallado incluso por quienes no le buscan. Tiempos duros los nuestros, pero Dios, en su bondad, acostumbra a aparecer en los días de esterilidad.