La historia y la conveniencia generan a menudo extrañas analogías, de las que resulta, si se para uno a mirar, que hay enemistades que no son lo que parecen.

La Iglesia y el socialismo, por ejemplo, se dirigen a una misma clientela, o al menos utilizan argumentos similares: los pobres son mejores por el hecho de ser pobres y los ricos no pueden entrar en el reino de los cielos. Por eso creo yo que se enfrentan tan a menudo, como dos competidores por el mismo mercado, y por eso creo también que quieren tanto a los pobres que cuando no los encuentran los hacen.

El socialismo necesita pobres y necesita ofendidos, y cada vez me convenzo más de que algo tiene que ver con esa necesidad de siervos el comportamiento del Gobierno con nuestros agricultores en las últimas fechas, ninguneados, una vez más humillados, y como siempre, soportando lo que venga sin que les tiendan una mano, salvo las que les echan al cuello.

Las razones de siempre, esas que echan mano del mercado y de la economía liberal cuando quieren y cómo quieren, no se sostiene por más tiempo cuando se habla del campo. Bien está decir que los precios y las regulaciones las impone el mercado, pero quizás haya que recordar, en voz alta y a riesgo de recibir toda clase de improperios, que en otras tierras más al sur los agricultores reciben más sin trabajar de lo que reciben los nuestros partiéndose el lomo. ¿Qué pasa con el campo andaluz y extremeño, que recibe subsidios y peonadas?, ¿allí no es aplicable la ley del mercado?, ¿la competencia en libertad de precios es sólo para nosotros, que además pagamos lo que ellos cobran?, ¿O es que sus olivares son más nobles que nuestros trigales?

La teoría no se sostiene, así que la realidad hay que buscarla en otra parte, quizás más profunda y más cerca de la sociología, o la psicología, que de los fríos números económicos.

La realidad es que los labradores del sur malviven con una huerta, unos terruños y una vaca. Y los nuestros, qué casualidad, malviven con una huerta, unos terruños y una vaca. Pero hay una diferencia: en nuestra región la huerta, el terruño y la puñetera vaca son nuestras, y como propietarios, somos pobres pero libres, y no tenemos que agachar la cerviz (o lo que se tercie) para que la autoridad municipal de turno nos firme unas peonadas. Aquí el alcalde del pueblo es uno más, y puede ponerte pegas para levantar una cuadra o arreglar un tejado, como en cualquier sitio, pero no decide si tienes que levantarte todos los días a las ocho de la mañana o te va a llegar la sopa boba a fin de mes.

Por eso, por nuestro orgullo de gente libre, sin amo ni amito, sin señor ni señorito, es por lo que los socialistas nos odian y nos odiarán siempre. Porque nos somos proletarios. Porque no somos obreros.

Somos pobres y viejos, sí, pero amos de nuestra pobreza y dueños de nuestra vejez. Y esa ofensa no nos la perdonan.