Qué nos sugieren los puentes para que su sola mención, como cosa real o figurada, tengan la virtud de movilizar los mecanismos de la imaginación para reconocerles un papel protagonista dentro de las formas de cualquier paisaje? Y este reconocimiento de tipo formal, en ocasiones, nos hace creer en su capacidad para satisfacer cometidos que no tienen nada que ver con su mera función de hacer de tránsitos en condiciones adversas. Así hemos visto en la propuesta de un ilustre ingeniero que contempla para el viejo puente de piedra la posibilidad de albergar el futuro Museo de Semana Santa.

No vamos a entrar en la valoración de una idea que encierra tantos problemas, no sólo para hacer factible su ejecución como por el carácter mixtificador que sufriría su forma original, propia de una cultura consagrada después de tantos siglos.

Empecemos por aceptar el hecho de que toda propuesta que se haga sobre el viejo puente se tiene que empezar por sustentar en el aire, como los castillos del dicho, pues hasta que no se haga realidad el nuevo puente que es el que vaya a aliviar la carga del tráfico rodado, nada de lo que se diga será real.

Pero el viejo puente ya está reclamando su punto de atención, porque los cambios van a tener consecuencias, no sólo para su función primordial sino por las consecuencias urbanísticas que va a tener con respecto al resto de la ciudad. Un cambio de uso que devolverá el papel protagonista a los peatones y le va a conferir un carácter urbano hoy día menoscabado. Como es manifiesto, después de las mermas que han sufrido los espacios públicos de la ciudad desde comienzos del siglo XIX, van a convertir este espacio recuperado del puente en un polo de centralidad que va a ejercer su acción dinamizadora en todo su entorno próximo.

El nuevo puente vendría a completar el significado monumental que tuvo su traza original, hoy día limitado a su encuadre y definición paisajística. De la singularidad del puente y de la virtualidad de su espacio se puede deducir que puede ser el elemento dinamizador de una zona de la ciudad, que a pesar del abandono que sufre actualmente, tiene cualidades para convertirla en atractiva y que pueda aglutinar actividades de comercio y vivienda y de encontrarse cercana a equipamientos como el Parador o el Museo de Zamora. Todo el frente, que recorre desde el museo hasta la cuesta del Pizarro con fondo hasta la muralla, sería susceptible de remodelación de ese espacio creando una calle interior peatonal que separe la edificación del contrafuerte de la muralla.

¿Y qué cambios cabría hacer para el propio puente? Pues los cambios mínimos para no perder las trazas de su edificación original, la que nos han trasmitido los documentos gráficos y los debidos para adecuar debidamente el carácter nuevo estancial y, por tanto, las actividades que se desarrollarán de forma más estable en el puente reformado, como puedan ser mercadillos, etc. Y también el introducir los cambios que vengan a subrayar el nuevo carácter urbano del puente, como nueva avanzadilla de la ciudad, tal como el de reconstruir las torres que originalmente guardaban los extremos del puente y que fueron destruidas hace poco, más de un siglo por exigencias del nuevo tráfico rodado, pero que a pesar de todo se guardan incólumes en el imaginario de la ciudad.

No sé qué reglamentos determinarán el tipo de reconstrucción de las viejas torres y cómo la propuesta de hacerlas, según un estilo actual, provocaría una reacción de extrañeza y de nula aceptación. Habría que recordar el caso de Varsovia, cuyo centro histórico fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial. Según las autoridades, su reconstrucción debería hacerse de acuerdo a los cánones de la arquitectura moderna, tal como se hizo en otras ciudades europeas. Los ciudadanos se negaron rotundamente a que les cambiasen el barrio que habían conocido de siempre. Y así la reconstrucción se hizo copiando minuciosamente el antiguo barrio destruido. Aquí nos encontramos en una situación análoga. Se pueden buscar soluciones que, expresando el carácter reciente de la actuación, guarden las líneas principales de la vieja composición, tal como se hizo en la torre de La Horta.

Cuando veo en el Museo estas figuras tan cercanas, casi familiares como son Peromato y la Gobierna, y la forma de cómo han mantenido su antigua mirada que se extendía por los espacios abiertos al río, yo los veo como personajes que nos están aguardando, esperan a volver a sumergir nuestros afanes del presente en el ruido tumultuoso de la Historia.