Curiosa y machacona la insistencia con la que la liturgia de la Iglesia presenta en este primer domingo de Cuaresma las tentaciones de Jesús. Mateo, Marcos y Lucas al unísono; pero Marcos, haciendo gala de sobriedad, describe en dos escuetas líneas la escena y los actores: ángeles y demonios, Jesús y el Tentador convocados al tiempo en el desierto. He pasado dos semanas en Francia. Uno de los lugares visitados ha sido la pequeña villa de Carennac en el valle de La Dordoña. Allí la iglesia románica de St. Pierre y en ella un bellísimo pórtico de entrada presidido por un Cristo en dignidad con la mano alzada en señal de bendición. Tres de las escenas representadas en ese pórtico son las tentaciones de Jesús. En el momento en que Jesús trazaba el signo pitagórico de la perfección es cuando aparece el tentador para ofrecerle otro camino. Y es que cuando uno intenta penetrar en los espacios del Espíritu, la tentación hace acto de presencia: La de quedarse a la puerta y "disfrutar de la vida"; la de relegar a Dios o mercadearlo por el primer cachivache que se ofrezca. Sólo los que se marcan metas elevadas conocen el rostro del diablo, pero quienes en la vida se contentan con lo mínimo, quienes planean a ras de tierra, no necesitan tentador, lo llevan dentro de sí mismos.

Cerca de Carennac, en el pórtico de entrada de la catedral de St. Front de Périgueux, de donde posiblemente vinieron los constructores de nuestra cúpula bizantina, un cartel con esta inscripción dedicada a su obispo: «De la noche de los tiempos tú nos recuerdas que la Palabra es un fuego que devora, capaz de librarnos de nuestros enemigos interiores y exteriores y de abrir en nuestro corazón una brecha por donde pueda entrar la corriente imparable del amor de Dios manifestado en Jesucristo». Enemigos interiores y exteriores que la tradición e iconografía religiosa ha significado en la figura de Satanás. Tentación la de alimentarnos de piedras, materia indigesta e intragable ofertada por el demonio de la sociedad del consumo; tentación la de que querer arreglarnos la vida por nosotros mismos en estudiada insolidaridad; tentación la de relegar a Dios sin darle cancha en el juego de la vida.

En tiempo de morosidad generalizada, de desfonde de la Bolsa y de caída de precios, de disminución de ganancias y de búsqueda desesperada de salida de la crisis, la voz de la Iglesia, fiel a sí misma y al espíritu del Evangelio, prescribe la receta para salir de otra crisis, la del empobrecimiento espiritual: dar cabida a Dios, no reducir a lo material el cupo de nuestras necesidades, contar con los demás. En lenguaje paladino: oración, abstinencia y limosna. Hay tiempo para la medicación, toda una Cuaresma en la que, a decir de San Pedro, "la paciencia de Dios aguarda".