Nos has llamado al desierto, Señor de la libertad, y está el corazón abierto a la luz de tu verdad". Este canto litúrgico de Antonio Alcalde refleja muy bien lo que los católicos vivimos en estos días iniciales de la Cuaresma. El desierto es el lugar de Dios, y también el lugar del hombre. Un espacio ambivalente de gracia y de tentación, de gozo y de purificación, de penitencia y de misericordia. ¿Qué hay en el desierto? Nada. Es decir, nada entre el hombre y Dios, que pueden encontrarse cara a cara sin estorbos y sin máscaras. En un mundo de ruidos, estrés, multitudes, aglomeraciones, depresiones... la llamada al desierto es una convocatoria extraña, demasiado alternativa. Recogimiento, silencio y escucha serán una buena terapia para estos cuarenta días de gracia.

En el fragmento del evangelio de Marcos que hoy proclamamos en nuestras iglesias observamos a Jesús justamente antes de su vida pública. Es empujado por el Espíritu de Dios al desierto, donde es tentado. Por un lado, las bestias; por otro, los ángeles. Rodeado de criaturas, pero no de hombres. No hay otras personas que interfieran en su mirada contemplativa sobre sí mismo, ni en sus ojos alzados al cielo de su Padre. ¿Necesitaba esta prueba? ¿Para qué las tentaciones? Son cuestiones que nos pueden surgir ante un hombre que se adentra en el desierto, antes de una importante misión. Misión que se resume en las primeras palabras de su predicación: «está cerca el Reino de Dios» (¡un Dios que viene a reinar!), «convertíos y creed en el evangelio» (¡mirad que os traigo algo nuevo, vale la pena!). Y que también se resume en una indicación temporal casi imperceptible: Jesús empieza a hablar "tras ser entregado Juan". La misión tendrá que pasar por el sufrimiento. La sombra de la cruz planea sobre el protagonista de la historia.

Desierto, conversión, evangelio, cruz. Estas y otras cartas están sobre la mesa para barajar en este tiempo intenso. Es tiempo de juego, de arriesgar con la propia vida para ganar la Vida. Acompañemos a Cristo al desierto, hagamos un pequeño desierto en nuestra cotidianidad para pararnos, mirar y pensar, escuchar y orar. Y sin desalentarnos, empujados por el Espíritu y movidos por una confianza: Cristo venció al mal, en la dureza del desierto no sucumbió a la tentación. Esto sí que es una buena noticia: un Hombre ha acabado con lo que ata y esclaviza a todos los hombres. Ahora les toca a ellos seguir sus huellas. A través del desierto.