El cerebro es una máquina seleccionadora que ventea recuerdos y guarda sólo aquellos que tienen peso y poso, los que caen a tierra porque el viento no puede con ellos. El paladar también tiene memoria, aunque lo que guarda son sensaciones, es lo etéreo lo que queda agarrado en el precipicio del tiempo, es un hilo de regusto que cuando aflora retranquea el placer hacia uno mismo, lo interioriza por lo que la explosión no trasciende, se queda en lo singular y es tan fina que nunca se olvida porque se clava en la entraña.

La memoria de mi paladar lee una comida en El Empalme. Fue en el estío sanabrés, ese tiempo de calor acerado por un alambre de la sierra. La mejor compañía del mundo. En el plato, jirones de boletus pinícola, cielo de primavera, diría yo, rociado por escarcha de oliva sangrada en Los Arribes de Fermoselle. Ese día, preñado de sopor inconcluso, me di cuenta de algo que sospechaba desde hacía tiempo, de que las setas, que están ahí, al alcance de todos, perdidas entre los sueños de los pinares y los sudores de las jaras, pueden llegar a ser el mejor manjar, la caricia más singular para las papilas gustativas.

Después se han ido acumulando las experiencias, llenando el esportón de las sensaciones, colmando las exigencias de "gourmet", abriendo las puertas del disfrute hasta donde pueden llegar sin romperse.

Hoy estoy convencido: las setas están por encima del resto de alimentos, tienen un halo que las hacen capaces de taponar esa fuga por donde se escapa el espíritu, si se encuentran con la mano capaz de vestirlas con sus mejores galas transportan al comensal a otros mundos que hacen olvidar éste, a veces pintado de oscuro.

Por eso hace bien reivindicar Sanabria su encarnación como paraíso micológico. Tiene todas las mimbres: amanita cesárea, boletus edulis, pinícola, cantharellus, lactarius, champiñón, níscalo, perrochico, parasoles... Y los mejores artesanos. Quien estuvo ayer y el viernes en el Parador de Puebla lo sabe. ¡Qué envidia!