Hay personas que envejecen, otras, en cambio, crecen, toman los años como una escuela de aprendizaje para doctorarse en la carrera de la vida. Por eso hay gente a la que las arrugas la convierten en aún más bellos. Lo pensaba el otro día cuando emitieron por televisión una entrevista en profundidad con Clint Eastwood, al que nunca presté gran atención ni como actor ni como director hasta que entró en esa serena madurez que nos ha dejado joyas como "Sin perdón" o "Million dollar baby". La sensibilidad puede llevarse adentro, pero siempre conviene alentarla con la experiencia. Le preguntaban a Clint Eastwood sobre la etapa de "Harry el sucio", un personaje fuera de la ley (pese a ser policía) que defiende el ojo por ojo, tan distante del lado crítico que exhibe, por ejemplo, en rodajes como "Banderas de nuestros padres" y la paralela "Cartas de Iwo Jima". «Es que en aquellos momentos, los años setenta, me preocupaba que se tuvieran más en cuenta los derechos de los condenados que de las víctimas», respondió Eastwood, demostrando, una vez más lo alejado que el librepensador auténtico se encuentra de adoctrinamientos adscritos a ideologías estereotipadas, cómo el ejercicio del espíritu crítico puede parecer contradictorio pese a su coherencia frente a lo que se ha dado en llamar lo "políticamente correcto". Mostrarse a favor de que un individuo, cuya culpabilidad en un crimen horrendo haya quedado fuera de toda duda, se pase recluido el resto de sus días puede sonar a postura desesperada de unos padres devastados por la pesadilla de haberles sido arrancada la vida de su hija. Hablar de redención siempre suena mejor. Por lo menos evitas que te acusen de retrógrado. Pero lo que resulta evidente es que determinados criminales tienen asegurada en prisión una conducta intachable porque ni violadores ni pederastas encontrarían cerca de su celda a las víctimas a las que sí podrán atrapar en cuanto rediman pena y salgan otra vez a la calle. Es cierto que ni la existencia de la cadena perpetua ni la barbaridad de la pena de muerte ha mostrado su efectividad en sociedades manifiestamente violentas como Estados Unidos. Parece comprobado que las cárceles son, sobre todo, lugares de reclusión, no de rehabilitación. Y que, en determinados casos como son los antes mencionados, esa rehabilitación parece más bien una quimera, puesto que hablamos de comportamientos en los que entran en juego factores psicológicos y educacionales. Comencemos por este último. Tal vez sea necesaria una política de mayor intervención en asuntos sociales para evitar que las víctimas de familias desestructuradas se conviertan en verdugos potenciales. ¿Hubiera crecido igual el niño de El Rollo si se le hubiera dejado con su familia de acogida en lugar de privarle de un entorno amoroso, de todas las oportunidades y lanzarlo al desorden vital de su amorosa pero desequilibrada madre biológica? Es imprescindible recuperar asignaturas que hagan pensar, reflexionar: filosofía, literatura, ética y sí, educación para la ciudadanía entendiendo ésta como la suma de valores necesarios para ejercer en sociedad. Un pacto por la educación que comprometa a todas las fuerzas políticas para elaborar planes de estudio estables que nos convierta en individuos responsables, en personas, en hombre y mujeres capaces, empáticos y solidarios. Y en cuanto a esa minoría dominada por perversas pulsiones, lo que parece evidente es que son ellos los que deben estar alejados de la sociedad, y no los demás los que vivan entre barricadas para librarse de su presencia. Sí que es necesario un seguimiento de estos elementos. Aunque suene políticamente incorrecto. Pero creo firmemente que la defensa de los derechos individuales incluye también la seguridad de que ningún otro tenga el poder de cercenar el principio fundamental: la vida.