Días atrás contemplé cómo se burlaban de un niño sordo otros niños a la salida de la escuela. Era retraído, asustadizo, de ojillos tristes. Durante muchos años, Beethoven vivió encerrado, hostil y huraño, al refugio de su sordera. El origen de su aislamiento se encontraba en la angustia de la imposibilidad de oír. El músico explica el dolor de ese apartamiento definitivo del mundo en su "Testamento de Heiligenstädter": "No me es dado disfrutar del recreo en la sociedad humana, ni de las delicadas conversaciones, ni de los afectos mutuos. Debo vivir como un proscrito; si me acerco a un grupo me invade una gran angustia temiendo que adviertan mi estado". Tal vez algunas carencias sensoriales conducen sin remedio a la misantropía, o tal vez sea la incomprensión de los demás la que empuja a esas personas al silencio de las tinieblas. Ojalá se cumpla en ese chavalín el anuncio del profeta Isaías: "Se despegarán los ojos del ciego; los oídos del sordo abrirán".