Parece que se va calmando un poco la reciente oleada de críticas destructivas de nuestros dirigentes políticos hacia al episcopado español e incluso al mismo Papa. Se habrán dado cuenta, amigos lectores, de que esa estrategia electoralista no ha servido de mucho para hacernos olvidar a los ciudadanos el descenso del crecimiento económico, el aumento del paro, el fracaso de las negociaciones con el terrorismo, la violencia machista, el aborto provocado (que ya supera los 100.000 casos anuales) o la imposición del adoctrinamiento socialista de los escolares a través de una asignatura obligatoria. Tampoco parece que dicha maniobra de crispación vaya a sacar del letargo al puñado de votantes anticlericales con el fin de evitar su abstención ante las urnas el próximo 9 de marzo.

La verdad suele escocer y los obispos (y con ellos, el común de los cristianos) no deben callar aunque les cueste la cabeza. Eso mismo le sucedió a Juan al denunciar lo que estaba haciendo el rey Herodes; y después otros muchos sucesores del apóstol han corrido la misma suerte a lo largo de los siglos. Por tanto, pagar un alto precio por ser profetas en tiempos difíciles para la fe no es algo nuevo en la historia de la Iglesia. Es verdad que el Concilio Vaticano II reafirmó con fuerza que "la Iglesia Católica y la comunidad política son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno". Pero también es verdad que nuestros pastores, con la libertad de expresión y de enseñanza que legitima un estado democrático como el nuestro, pueden y deben entrar a valorar determinados programas políticos siempre que contengan implicaciones religiosas y morales. Y ello a sabiendas de que no faltará algún que otro Herodes disfrazado de "progresía" o, lo que es peor, de no sé qué "cristianía", haciendo el paripé de rasgarse las vestiduras o de poner el grito en el cielo diciendo que esos obispos no le representan y que más les valdría quedarse en las sacristías. Estos espacios de libertad y defensa de los valores fundamentales seguirán amenazados en nuestro sistema democrático si no nos quitamos la venda de los ojos ante un tipo de Estado que se empeña en negar la pertenencia de la persona a Dios, que pretende ocupar su lugar totalitariamente poniéndonos a todos bajo su tutela. Por otra parte, supongo que a estas alturas ya nadie pensará que este o aquel grupo político va a salvarnos de todos los males o a erradicarlos por completo. No será poco que suscite el mayor grado de justicia posible. Junto a ello el cristiano sincero (que, por cierto, es y se siente Iglesia) sigue enriqueciendo, estabilizando y dinamizando la vida social y el funcionamiento de la misma democracia. Eso sí, dando "al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 21).