Echaba uno de menos el fluido monetario del felipismo, patria chica del pelotazo juncal, donde los socialistas, por primera vez en su vida, se dieron cuenta del sabor dulce de las uvas doradas, como llegó a escribir de muerto el maestro Umbral. Los Albertos atacan de nuevo, pero esta vez sin la gabardina prestada de Cifesa. En realidad, con aquellas gabardinas gemelas, los primos parecían dos policías de atrezzo sacados de una película de Nieves Conde. Pero, desgraciadamente, este nuevo guión trata de dos estafadores que consiguen salir impunes de sus fechorías, con todas las bendiciones políticas y judiciales del Sistema. Amigos míos, la sentencia del Tribunal Constitucional que evita la entrada en prisión de los Albertos, anulando la condena del Tribunal Supremo, debería suponer para la sociedad española la prueba definitiva de que no vive en una democracia, sino en un simulacro, en una mala copia de lo que todo el mundo entiende por democracia.

No hace falta ser avispados para darse cuenta de que el Tribunal Constitucional ha respondido como una marioneta a los manejos de otros poderes. Lo hemos dicho muchas veces, el problema de la corrupción no reside en las personas que la generan, sino en las leyes que la consienten. Si el Consejo del Poder Judicial y el Fiscal General del Estado son nombrados por el poder legislativo y el ejecutivo respectivamente, lo más normal es que haya una manipulación política de la Justicia. En el caso de la sentencia de los Albertos, la corrupción no es de los jueces, sino del propio Sistema.

Curiosamente, el inefable Pompidú nos ha mostrado la belleza de su alma al criticar la sentencia del Constitucional. Y, a decir verdad, ha estado bien el muchacho. Por primera vez, ha dictado toda una lección magistral sobre la igualdad de los ciudadanos ante la Justicia. Sin embargo, amigos míos, yo estoy casi seguro de que aquí hay gato encerrado. El Fiscal General, es decir, el Gobierno, con estas declaraciones de ángel alabastrino trata de evitar que lo acusen de intervencionismo institucional. Al fin y al cabo, la sombra fantasmal y alargada de Felipe González, ese ciprés clavado en la memoria del PSOE, aún planea sobre la credibilidad del Gobierno. Y como Alberto Alcocer, según dicen, es amigo íntimo del Rey, el hábil Pompidú ha conseguido que las sospechas se alejen raudas por el camino de la Zarzuela, como un misil envenenado de gas mostaza y abejas muertas.

Desde mi punto de vista, en esta campaña electoral, algún candidato debería comprometerse a reformar la Constitución del 78. Se necesita establecer con urgencia la total y absoluta independencia de los tres poderes, más un cambio radical de las leyes electorales. Precisamos de una inmediata regeneración democrática. A velocidad de AVE, es decir, malénica, habríamos de revisar nuestro ordenamiento jurídico institucional, asegurando el futuro democrático de las próximas generaciones. Mariano Rajoy nos ha prometido, si llegara al poder, un cambio en el sistema de elección de los jueces del Poder Judicial, pero creo que no es suficiente. A mi humilde entender, la reforma ha de ser mucho más profunda. Los españoles nos merecemos una auténtica democracia. Una democracia donde los políticos, los magnates, los malos policías e, incluso, los terroristas, puedan ser juzgados al margen de cualquier interés político que pervierta el proceso. Sin lugar a dudas, algunos acontecimientos de esta legislatura no hubieran sido posible en un verdadero sistema democrático, a saber: la última sentencia de los Albertos; el espectáculo bochornoso de De Juana Chaos saliendo y entrando de la prisión; la encarcelación tardía, por motivos electorales, de la cúpula de Batasuna y, sobre todo, la negociación política de un Gobierno legítimo con una banda de asesinos. No sé ustedes, pero un servidor, si esto no cambia, traslada los muebles a Portugal, como mi buen amigo Manolo, uno que me pone a parir desde Sanabria. Y con razón.