Hacía mucho que no ingresaba en la oscuridad ruidosa y vespertina del Metro, desde la trastienda universitaria de bocadillos de calamares que duraban el suspiro de un recorrido entre Palos de Moguer y Moncloa, en la línea amarilla de estudiantes complutenses, vendedores ambulantes de humo, lívidos funcionarios y sirvientas en retorno a la inhóspita periferia desde los barrios del Madrid pudiente. El Metro se asemeja al sistema circulatorio o de desecho de las tripas de una ciudad, el intestino férreo del subsuelo por donde pululan trabajadores por cuenta ajena, jubilados ociosos y buscavidas que se mueven como hormigas en el traqueteo de vagones de luz irrisoria. El Metro oficia de catacumba de anónimos intrascendentes, túnel de tránsito obligado para ánimas del purgatorio. El Metro, al que he vuelto después de tantos años, me parece hoy un inmenso útero urbano donde la vida sueña con escapar a los rayos del sol.