nos pocos meses antes de cumplir los 16, me topé, casi de bruces, con una oportunidad de esas que no se le presentan a una dos veces en la vida: una beca para estudiar el bachiller en un colegio internacional en el extranjero, a gastos pagados.

Me comunicaron que había sido seleccionada por teléfono, en una conversación corta de apenas dos minutos de duración, pero de carácter completamente surrealista -un momento estaba descolgando el móvil y al siguiente, ¡poof! todo a mi alrededor había cambiado, yo incluida-. Increíblemente, de entre las más de mil personas que se habían presentado a la convocatoria, un comité había acabado por escogerme, viendo algo en mí que me hacía no solo digna de su dinero, sino de su confianza, de su respeto y de su apoyo.

Yo ni siquiera sabía cómo reaccionar. Mis padres siempre dijeron que llegaría lejos, pero quién hubiera pensado que acabarían teniendo razón (a 3.267 kilómetros, para ser exactos). Sí, por supuesto que esa llamada lo cambiaba todo: significaba que alguien tenía fe en lo que podía llegar a hacer y conseguir en la vida, que alguien creía en mí y que lo hacía lo suficiente como para invertir en mi educación y mi futuro. Que yo -ni siquiera aún mayor de edad y con una identidad solo a medio formar-, merecía algo tan valioso como una oportunidad.

Un reconocimiento así supone tal inyección de confianza que le hace sentir a una indestructible. De hecho, la energía, fuerza y entusiasmo que me insufló aún perdura en mi interior. De repente, el mundo era totalmente mío ¡y yo estaba más que lista para comérmelo! Toda la curiosidad y la inquietud que tenía dentro tomaron las riendas de mi cuerpo y me montaron en un avión rumbo a Noruega, sin saber muy bien qué esperar.

Casi simultáneamente, otros 99 jóvenes alrededor del mundo estaban en mi misma situación: todos los estudiantes del colegio al que me dirigía asistirían gracias a una beca como la mía. Algunos vendrían de familias acomodadas, otros de campos de refugiados. Algunos viajarían dos horas para llegar allí y otros dos días. En total, un grupo de chicas y chicos provenientes de más de 70 países distintos y de todo tipo de entornos socioeconómicos. Todos dejando sus hogares atrás, cargados con poco más que un corazón tan inspirado y lleno de vida como el mío.

Uno podía atreverse a imaginar lo que un grupo así sería capaz de conseguir, pero creo que ninguno de nosotros era consciente, en ese momento, de las dimensiones de la oportunidad que se nos había brindado.

Viajábamos todos a un mismo lugar, pero acabamos teniendo la oportunidad de ver el mundo entero -no presencialmente, sino a través de las vivencias y personalidades de nuestros compañeros y amigos-. Le pusimos cara, voz e incluso sonrisa a cada país y región; mantuvimos conversaciones que nos abrían las puertas a un pedacito de culturas, ideologías y religiones que no sabíamos ni que existían; tuvimos la suerte y el privilegio de desayunar, comer y cenar sentados a la mesa con gente de tres continentes diferentes. De querer, apreciar y admirar, a gente de todos y cada uno de los cinco.

La educación que recibimos en aquel colegio fue rigurosa y de una calidad académica excelente. Sí, nos enseñaron física, arte, historia, filosofía? pero en tales circunstancias, las lecciones más valiosas fueron aquellas a las que accedimos fuera de las clases: aquellas ricas en valores sociales y humanos. Nunca dejamos de aprender los unos de los otros. Mirar a nuestro alrededor, a ese crisol de razas e ideas, bastaba para recordarnos que, por muy diferentes que fuéramos, un poco de respeto mutuo hacía la convivencia no solo posible y amena, sino vivaz, estimulante, retadora a veces, pero siempre enriquecedora. Al fin y al cabo, estábamos allí con un mismo propósito, el de formarnos y crecer como personas. Juntos, por una educación tan única y maravillosa, que resultó siendo en sí una fuerza no solo para unirnos a nosotros a nivel personal, sino a nuestras naciones y culturas, por la paz y un futuro sostenible.

A día de hoy, años más tarde, aún atesoro las experiencias que viví en el colegio y cómo cambiaron mi forma de ver el mundo. Por cada cosa que aprendí, me volví más tolerante, más responsable y consciente, más abierta, más agradecida, pero sobre todo, más humana. Ahora, cuando en las noticias aparece un "nuevo ataque terrorista en Egipto" yo no solo veo el humo y las explosiones, veo la cara de Aya y Lamis, y espero que sus familias estén a salvo. Cuando aparecen imágenes de manifestaciones en Venezuela, pienso en Michelle y en cómo no pudo volver a casa por Navidad o en cómo su mejor amigo casi pierde la vida en una de ellas. Y así, cuando aparece alguien hablando de levantar muros, nos veo a todos nosotros, inmigrantes en un país lejos de casa, sentados juntos en un aula de aquel colegio aprendiendo a derribarlos.

Como nuestro grupo hubo otros quince en distintos colegios. Y otros tantos el año siguiente y el anterior: en total, miles de jóvenes, tan llenos de energía y confianza como yo cuando descolgué el teléfono aquella vez. Tan capaces, comprensivos y cargados de herramientas para hacer el bien como nosotros al graduarnos.

Creo firmemente que es así como se cambia el mundo. Beca tras beca, ilusión tras ilusión y oportunidad tras oportunidad. Creyendo en la juventud e invirtiendo en lo que es realmente importante: en otorgarle una educación rica en valores realmente aptos para la sociedad en la que vivimos.

Da igual si es cerca o lejos de casa, con tal de que sea en la dirección correcta.