Al fin llegó el día. La ilusión se respiraba, gentes expectantes, como quien aguarda la llegada de la novia en una boda. Es más, podría decirse que algunos, sobre todo algunas, se vistieron para la ocasión y aguantaron estoicamente el airecillo fresco que llegaba de la vega que riega el Duero. Cielo nublado, aunque tuvimos suerte y el Aqva se contuvo en los cauces previstos, en la exposición que lucen la Colegiata y la iglesia del Santo Sepulcro. Toro ya tiene su edición de Las Edades del Hombre en marcha y los toresanos mostraron sin complejos su entusiasmo por recuperar algo del brillo que acompañó a la ciudad en sus años de esplendor, cuando prestó su favor a otra reina, Isabel de Castilla, la Católica.

Ahora, esperaban a la madre de Felipe VI, reina emérita que conserva intacto el cariño que siempre le ha mostrado la gente de a pie. A primera hora de la mañana ya eran visibles las banderas de España y mantones de Manila que engalanaban los balcones por donde había de llegar la comitiva real. Hasta los campos parecían haberse puesto de acuerdo: la vega lucía verde, hermosa, anegada aún en algunas de sus huertas por ese Duero al que el cielo ha cumplimentado generosamente, puede que demasiado generosamente, en este abril de aguas mil. Las laderas, contempladas desde el mirador del Espolón, ofrecían su particular homenaje, vestidas de rojo amapola y flores amarillas: "Toma, la bandera de España", exclamó alguno. Bueno, es cierto que en una esquina florecían lilas. Igual fue el toque republicano, habida cuenta que la cita concentró a muchos políticos por metro cuadrado, incluidos los procuradores de Podemos, el portavoz Pablo Fernández, muy apegado a su móvil -quién sabe si al otro lado se encontraba su tocayo Iglesias-, y la representante zamorana, María José Tobal. Ya "podemos" asegurar que cuando los de Podemos pisan suelo sagrado no se volatilizan, ni el obispo Gregorio Sacristán tuvo que practicar exorcismo alguno ante la confluencia de fuerzas de izquierda con un sonriente alcalde Tomás del Bien a la puerta de la Colegiata casi dos horas antes del mediodía.

Las calles, recién regadas por agua, claro, y custodiadas por guardias civiles, Protección Civil y los agentes de Policía Municipal. También, cómo no, personal de seguridad de la Casa Real, esos señores que se supone que tienen que pasar desapercibidos y cuyo aspecto canta más que una carpa del Duero a los tres días de su pesca. Vamos, que imposible confundirlos con cualquier afable paisano, como el entrañable industrial Elier Ballesteros, del que no sabemos si estrenaba traje, pero sí tienda.

Aunque en esto de la seguridad, como afirmaba un buen entendido en la materia durante la espera en el Espolón, Toro es una ciudad fácil de guardar y los toresanos estaban rendidos a ese protagonismo recuperado merced a esa anhelada edición de Las Edades del Hombre. Políticos, empresarios, representantes de medios de comunicación, artistas, sobre todo la curia con el arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal a la cabeza... Puede que no estuvieran todos los que son, y algún desaprensivo pensará que tampoco eran todos los que estaban, el caso es que en cuestión de minutos aquello estaba más concurrido que un centro comercial una tarde de sábado en invierno. Solo que los que vendían esta vez eran los toresanos: su arte, su riqueza patrimonial, su buen hacer gastronómico y, no digamos, sus vinos. Muchos son los pequeños comerciantes que han apostado su futuro a los productos de la tierra y a los souvenirs. Toro quiere abandonar cualquier atisbo de decadencia, pese a los solares y casas solariegas deshabitadas que aguardan una nueva vida, o sea, un inversor que las rehabilite y las habite. Esa es la cuestión.

Quedaría muy poético decir que, por arte de magia, los botes de pintura y los operarios que 24 horas antes corrían por aquí y por allá, habían desaparecido una vez cumplido con el objetivo de que todo estuviera a punto. Pero seguro que se debió a muchas horas y mucho esfuerzo.

Minutos antes del mediodía hizo su entrada en el espacio habilitado en la puerta sur de la Colegiata la nutrida representación de la Junta. La vicepresidenta Rosa Valdeón, en negro y blanco, con pantalones; colores sobrios también para la consejera de Cultura, Josefa García Cirac. Las dos zamoranas caminaban junto al presidente Herrera y con ellos la presidenta de las Cortes, Silvia Clemente, que debía saber la temperatura que le esperaba dentro de la Colegiata, porque buen abrigo traía sobre los hombros al igual que la delegada del Gobierno, María José Salgueiro, además de la secretaria de Estado de Turismo, Isabel Borrego, con abrigo amarillo y también con pantalones. El protocolo para estas ocasiones es más relajado y ni siquiera hace falta calzar brillantes sandalias como las que lucía alguna de las invitadas. Que a ratos daban ganas de cantar aquello de "Veinticuatro mozas iban a una boda", tío Babú.

La novia, es decir, la reina, se encargó, con sencillez, de impartir esa lección de "savoir faire", que diría un afrancesado de los que se libraran de la quema en la vecina Guareña. Pero, siendo descendiente de la reina Victoria, estaba escrito: con puntualidad británica se escucharon los aplausos que anunciaron la llegada de los coches oficiales y de uno de ellos se apeó, sonriente y deseando buenos días a todos los que se encontraban cerca, la reina Sofía. Con pantalón negro y chaqueta azulona. Alguien debió haberle soplado el color protagonista del interior de las exposiciones. Y a continuación, dos horas de recorrido con la Casa Real apurando, pero con una soberana culta, experta y que preguntó acerca de todas y cada una de las piezas, sobre todo al comisario de la muestra, José Ángel Rivera de las Heras, quien decía al finalizar la jornada que no había pasado nervios, aunque sí andaba un tanto preocupadillo por si su majestad le pillaba en algún lapsus durante la visita que contempló con deleite y detenimiento. Hasta se quedó con ganas de más porque preguntó por la próxima edición. Si fuera por los toresanos, mañana mismo. Doña Sofía recibió el mismo cariño que repartió: se acercó a una persona en silla de ruedas, besó a niños... Quien llegó a estrechar su mano lo contaba con emoción, mientras los congregados ya en la Plaza Mayor, a la salida del Santo Sepulcro aplaudían y vitoreaban.

Y según arrancó el coche de doña Sofía, cada mochuelo a su olivo, o cada grupo a un bar. La comitiva de la Junta en un extremo de la plaza. Al otro, la presidenta de la Diputación, el diputado de Turismo, el subdelegado del Gobierno... Pero no es día de hacer lecturas políticas. ¿O sí? Porque hubiéramos necesitado un experto en leer en los labios para saber qué le decía Herrera al vicesecretario del PP, Fernando Martínez Maíllo, cuando le saludó. Fueron segundos en los que Herrera hablaba y Maíllo asentía. ¿Le daría algún recado para Montoro?