Lo sabía. Munir saldría, marcaría un golito y, eso sí, no lo celebraría. Lo sabía. Alcácer no marcaría su primer gol con el Barça porque no saldría del banquillo ni para recoger un balón extraviado. Lo sabía. El Valencia puede jugar muy mal, mal o regular (hace tiempo que no juega bien), pero el Barça sufriría en Mestalla tanto como Spiderman en un descampado o un fan de "Amanece que no es poco" en una convención de amigos de "American Pie". Lo sabía. Al final, el árbitro tendría la culpa de todo. Lo sabía. Sería un partido entre el espíritu de este Barça de toque y finura y la materia de un Valencia que glorifica los patadones de Abdennour y la resistencia considerada como una de las bellas artes. O no.

En la segunda parte del partido Valencia-Barça, después de unos minutos de pesadilla en los que parecía que la materia se impondría al espíritu, el Barça se transformó en un equipo spinoziano que demostró que, en fútbol, espíritu y materia no son sustancias distintas, sino dos atributos de la sustancia una y eterna que en este caso no es Dios, como diría el filósofo Baruch Spinoza, sino la victoria. Del mismo modo que el Dios de Spinoza no actúa sobre las cosas, sino desde las cosas, la victoria del Barça en Mestalla no fue producto tanto de la actuación del toque sobre la defensa del Valencia como de la capacidad del Barça de jugar a partir de las cosas, es decir, de las condiciones de un partido caótico, desquiciado y loco. Si el Barça quería ganar, no habría otro remedio que tirar del atributo del espíritu tanto como del atributo de la materia hasta el último segundo, en el que se enfrentaron desde el punto de penalti Messi, el gran goleador, y Alves, el enorme parador de penaltis. Lo sabía. Messi marcaría. Lo sabía. Alves se tiraría al lado adecuado y estaría a punto de parar el penalti. Lo sabía. El partido terminaría con el tradicional y repugnante "Puta Barça, puta Catalunya" y con Neymar haciendo amigos para siempre. ¿Qué es lo que no sabía? No sabía que se pudiera dar un pase con el exterior del pie a las entrañas del área rival con la aparente displicencia con la que mi madre fabrica una fabada perfecta. Ese pase lo hizo Neymar. Y tampoco sabía que algunos aprovecharían esa genialidad para criticarle y añadir otra muesca en su catálogo de formas de humillar al rival, junto con los caños, los taconazos, los sombreros, los amagos, las fintas y, en fin, la creatividad y la habilidad. Creía que sabía mucho, pero soy un ignorante. Solo sé que no sé nada y que Spinoza sería del Barça.