A la entrada de la iglesia un mendigo escuchaba el "Carrusel" el domingo por la tarde. Yo caminaba en busca de un bar mientras en mi cabeza se sucedían las palabras carrusel, transistor. Radio, no; transistor. La calle palpitaba. La tensión se hacía notar. La inminencia del posible desenlace no era un acontecimiento ni un hecho, era una sensación y tenía la forma de un presentimiento, de una energía concreta, hecha de emociones y cálculos. Si nos ponemos tercos, o sea, literales, no nos quedará otra que concluir que todo desenlace viene a ser una ruptura, lo que no es descabellado aplicar al fútbol, a cualquier cosa donde jueguen muchos, compitan unos pocos y sólo gane uno. La cábala, sin el añadido sentimental, reduce cualquier sueño a quimera, y hace de cualquier sueño una esperanza. Todo estaba en el aire, pero si algo caracterizó la jornada del domingo fue la nostalgia, una añoranza que nos parte en dos, que nos divide y a la vez nos multiplica. ¿Cómo puede uno sentir que continuamente se está rompiendo lo que ya estaba roto? La memoria, qué hilo más débil, y qué formidable cadena.

La ruptura implica, nos pongamos como nos pongamos, una separación, una despedida. El sábado había anunciado su retirada Valerón, uno de esos jugadores imborrables cuya aparente despreocupación (la consciencia de saberse, además de descritos, definidos por su personal concepción del juego) les lleva no ya a ser los mejores: la más vulgar de las aspiraciones, sino a ser incomparables: situados por encima de los demás, evidentemente, pero sobre todo al margen de ellos. En Parejo, frente al Madrid, aprecié una expresión similar, una forja compartida. La clase es el modo involuntario que algunos tienen de distinguirse, una especie de gesto inapreciable que en lugar de acompañar completa. Algunos la poseen. Son aquellos para quienes el fútbol no es un deporte sino un lenguaje.

Valerón, aquí me quedo, es uno de ellos. Y, aunque me duela, me referiré a él en pasado, cuando uno dice adiós hace ya mucho que se ha ido. Se movía como si quisiera no ser tenido en cuenta, como si se supiera de paso, o camino de algún sitio, que no siempre es lo mismo. Solemos vincular la elegancia con la delgadez pero sólo porque en un nivel más profundo lo está con la timidez, con lo que diferencia la escasez de la carencia. Para el Flaco, la defensa rival, el entramado contrario, no era más que lo que rodeaba la rendija. Excelente finalizador cuando no quedaba otro remedio, ofrecía en colaboración con el socio adecuado su mejor versión. Dos delanteros, excepcionales en sus tan distintas maneras, se beneficiaron de su talento: Tristán, el llamado, el trágico Tristán, y Makaay, el funcionario, en cuya relación con el gol había algo de solvencia incontestable, de contrato que nunca hizo falta ser firmado; volver el prodigio costumbre: lo contrario de la rutina. Tristán acumulaba tantas virtudes que parecía la figura oponente, tan a menudo temida a lo largo de la historia; sin embargo, tras alcanzar el cielo local se difuminó sin más a las puertas del mundo entero. La memoria da paso pero no conduce, y, si lo hace, enfrenta al destino a su contradicción pues lo transforma en una simple posibilidad. Makaay, cuyas acciones se intuían siempre definitivas, como si él mismo encarnase una rara inflexión: cada intervención suya suponía un punto y aparte; y, en no pocas ocasiones, el punto final.

Solo una vez tuve que hacer un marcaje al hombre, y fue a Valerón, dijo Gattuso, el fiero centrocampista italiano quien, pese a simbolizar lo opuesto a lo que simbolizaba el canario, fue igual de fundamental para los equipos cuyos colores defendió: visión es lo que conlleva un cambio, o lo evita, y uno puede volverse imprescindible a través de la influencia, pero también a través del contagio. Conocedor, como el que más, de la importancia de la épica, pero ajeno a su representación histriónica, Valerón, frente a quienes le recriminaban cierta indolencia o falta de carácter, definió magistralmente la única entrega realmente innegociable en el campo, la que no tiene como objetivo la acogida de la grada, y que él mismo personificó: "Coraje es pedir la pelota y jugarla".

Pasaba la tarde. La jornada dominical llegaba a su fin. El Atlético se descolgaba. El Barcelona estaba más cerca del título. El Madrid conservaba sus opciones. Se palpaba en la calle la expectación generalizada, el bullicio a la espera de ser júbilo. La alegría de unos me alcanzaba inseparable de la decepción de los otros. Pero sólo una cosa estaba en verdad presente, solo una cosa se desplazaba, más lenta cada vez, de un rincón a otro de mi cabeza, de la de más de un aficionado, supongo, un nombre: el de Juan Carlos Valerón, que, como una sombra que se hubiese empezado a desplegar el día anterior, comenzaba ya a convertirse en una huella.