Qué hemos conseguido con la demolición incontrolada de Piqué después de sus, ejem, "excesos verbales" en los que se acordaba del Real Madrid mientras celebraba los títulos culés, y tras su sonriente declaración de odio (futbolístico) eterno al eviterno rival blanco? ¿Qué hemos conseguido después de triturar hasta el delirio las declaraciones de Benítez en las que ¡cielos! el entrenador del Real Madrid se atrevió a decir que Cristiano Ronaldo es un excelente jugador y es de los mejores que ha entrenado, pero no puede decir que sea el mejor porque ha entrenado a algunos jugadores muy buenos? ¿Qué conseguimos cada vez que un futbolista, un entrenador, un presidente o incluso un aficionado dice en la tele algo fuera del Libro de Estilo de la corrección político-futbolística y todos acudimos en masa a chuparle la sangre como si fuéramos las novias de Drácula? Conseguimos enredarnos un poco más en el rosario de topicazos sin chicha que no dicen nada por puro miedo a decir algo. Ya saben, "somos un equipo", y bla, bla, bla.

Sí, ya lo sabemos: "Somos un equipo", "intentaré hacerlo lo mejor posible", "máximo respeto a todos los rivales", "que gane el que mejor juegue", "yo no tengo ninguna rivalidad con Messi", "somos once contra once", "el fútbol es imprevisible", "nosotros salimos siempre a ganar, pero a veces se pierde", "no hablo de otros equipos", "un empate es un empate", "nada de esto habría sido posible sin el esfuerzo de todos mis compañeros", "creo que va ser un partido difícil y complicado"? Qué pesadilla. Cuando el filósofo alemán Georg Simmel dijo que la sociabilidad humana está determinada por la capacidad de hablar pero está moldeada por la capacidad de callar, de modo que uno de los requisitos de la urbanidad es saber cuándo debemos hablar y cuándo debemos callar, seguro que no se estaba refiriendo al fútbol. En fútbol, la capacidad de callar no vende periódicos, no crea polémica, no enciende las discusiones en los bares. Para hablar de fútbol hay que hablar de fútbol, precisamente, y no callar para no enfadar al amigo o al desconocido futbolero con el que compartimos ocasionalmente medio metro de barra y unos pinchos cortesía de la casa. Vamos a ver si lo dejamos claro. Los penaltis clarísimos no existen. Todos los fueras de juego son interpretables. A la mierda el juego bonito si mi equipo pierde 1-0 en el último minuto después de un contraataque perronero que termina en un gol de rebote. Ahí está la gracia del fútbol. En defender lo indefendible y atacar lo inatacable. En que Piqué diga que quiere que el Real Madrid pierda siempre y en que Benítez reconozca que no puede decir que Ronaldo es el mejor futbolista que ha entrenado. En que lo que para mí es un derribo clarísimo dentro del área para usted es una caída simulada en diferido. En consolarnos pensando que aunque a nuestro equipo no le vaya muy bien, al eterno rival le va todavía peor. Dejemos la urbanidad para la vida. El fútbol es solo un gran invento para pasar el rato.

En fútbol, la sociabilidad no está moldeada por la capacidad de callar, sino por la capacidad de no cerrar la boca. ¿Por qué los futbolistas tienen que vivir en un mundo tan alejado del mundo futbolístico real, que es el que se vive alegremente en los bares y en las discusiones familiares después del tercer chupito? ¿Qué tiene de malo ser Piqué o Benítez? ¿Cuánto tiempo podemos escuchar unas declaraciones futboleras de Iniesta sin bostezar o adivinar qué va a decir en cada segundo, como si se tratara de una película francesa? Lo difícil es encontrar el equilibrio entre la aburrida corrección de un Iniesta o un Messi, y la tóxica y maleducada verborrea de un Mourinho o las tonterías encadenadas de un Maradona. En ese sentido, las cosas de Piqué y las dudas de Benítez son el justo medio aristotélico. Pero, al parecer, en fútbol el término medio es un exceso.