Como dice Gustavo Bueno, el fútbol es un deporte tan artificial, complejo e ingenioso como puede ser un soneto, pero el fútbol también es algo tan poco racional como trasnochar para ver «Casablanca» en TCM cuando podemos disfrutar tranquilamente del amor entre Rick e Ilsa en DVD después de comer. Por eso, porque el fútbol no es especialmente racional, me sorprende el interés de los comentaristas por desentrañar las razones últimas de los esquemas tácticos de José Mourinho, buscar el porqué de los cambios de posición de Iniesta o encontrar explicación científica al auge y declive del Valencia post-Villa. El fútbol no sólo tiene razones que la razón no conoce, sino que muchas veces tiene sinrazones. Mourinho se parece más a Dalí que a Descartes, y Emery está más cerca de Buñuel que de Wittgenstein.

Muchos creían que los relojes blandos que pintó Dalí en su obra «La persistencia de la memoria» estaban inspirados en la teoría de la relatividad de Einstein; sin embargo, el pintor catalán aseguraba que para pintarlos se inspiró en un queso camembert derritiéndose al sol. Dalí siempre estuvo interesado en la ciencia y conocía bien las teorías de Einstein, pero resulta que sus relojes blandos son más camembertianos que einsteinianos, lo cual es consecuente con su método paranoico-crítico, tan diferente del método cartesiano. Me parece que las alineaciones de Mourinho dependen más del queso camembert que de la teoría de la relatividad, es decir, que las tácticas del entrenador portugués tienen que ver más con su particular método paranoico-crítico de ver el fútbol y sentir a sus jugadores que con las teorías de Einstein. El episodio de Mourinho con Pedro León, por ejemplo, es decididamente paranoico, crítico y, por fin, surrealista. Y la transformación del ansioso reloj duro de Cristiano Ronaldo en un goleador reloj blando está más cerca de un queso derritiéndose al sol que de la relatividad especial. Podemos empeñarnos en buscar a Einstein en las cabalgadas espacio-temporales de Di María, pero puede que todo se reduzca a poco más que una cuestión de «feeling», que diría Guardiola.

Cuando Luis Buñuel presentó «El ángel exterminador», una película en la que los invitados a una fiesta son incapaces de abandonar la casa y quedan prisioneros en el salón, dijo que la mejor explicación es que su película no tenía explicación. El Valencia post-Villa y post-Silva de Emery, que parecía destinado a sufrir el mismo destino que el Deportivo de Lotina, inició el campeonato arrasando en juego y resultados y ya muchos veían al Valencia como la única oposición posible al demoledor poderío de Barça y Madrid. Pero el Valencia perdió en el «Camp Nou», empató de mala manera con el Glasgow Rangers en Liga de Campeones y perdió en casa con el Mallorca. No busquemos explicación. «El ángel exterminador» se exhibió en Cannes y los espectadores se preguntaban por qué en una escena aparecía un oso: «Porque a mi padre le gustan los osos», explicaba el hijo de Buñuel. ¿Por qué Emery se decidió por el trivote y por las rotaciones en el partido contra el Mallorca? Probablemente, porque le gustan los osos. Si el Valencia hubiera ganado 2-1, nadie diría ahora que el equipo che debería, como mucho, aspirar a clasificarse para la Liga Europa y dejarse de tonterías. El fútbol no renuncia, como no lo hace Buñuel en «El ángel exterminador», a la lógica dramática, pero tampoco a las inverosimilitudes psicológicas.

Cuando Luis Buñuel proyectó «El ángel exterminador» a Gustavo Alatriste, productor de la película, éste se levantó y dijo: «No he entendido nada. Es maravilloso». El fútbol es algo así. Casi nunca entendemos nada, pero es maravilloso. O, como diría Woody Allen, un tipo va al psiquiatra y le dice que su hermano es una gallina. El doctor responde que por qué no lo mete en un manicomio, y el tipo le dice: «Lo haría, pero necesito los huevos».