El milagro de la vida únicamente necesita tiempo y sensibilidad para entenderlo. Y verlo. La viña saca a relucir un mapa que exhuma mil sensaciones. Tiene la ventaja de que su espacio vital es cíclico y se puede mostrar, completo, en un año. La cepa puede durar más de cien años, pero se abre desnuda cada estación. Muere en otoño de tristeza a las pocas semanas de quedarse sin fruto y revive cada primavera, recién rasurada, cuando deja de ser hidra despeinada y redondea sus formas en un intento de volver a la belleza de las líneas curvas, la que se abre al tiempo nuevo.

Vive ahora, en estas semanas, la viña la pubertad del ciclo anual. Los cambios se atropellan y se enroscan para ser invisibles. La daga afilada bicorne ya hizo su trabajo silencioso. Zas. No lo cerró por igual, ni al mismo tiempo. Los cortes no matan, solo achatan el crecimiento sin control. El podador se convierte en domador de la fiera, esta sí parda, que se aquieta para crecer. Y ahora explosiona.

Son en primavera los viñedos laboratorio de trasiegos y cambios a la carrera. Se mezclan bajo este sol marcero, titilante, ciclos y fases. La escena se abre al horizonte y cuando se mira con la intención de ver se atisba como brota la espuma más vital. Hay de todo. Yemas que se esponjan en un desborre que rebasa y algunas hojitas que abren sus alas y muestran su destino que será tinto o blanco, dependiendo del carné de identidad verde.

Todavía hoy se puede ver llorar a los sarmientos que acaban de ser rasurados para evitar la daga asesina de la helada tardía, que siempre está ahí, amenazando, agazapada entre la claridad y la mala uva. Lloran pulgares y varas suspiros lechosos, transparentes, que concitan la pena del viticultor. ¿Por qué lloran las cepas? Más que llanto es el viento húmedo, carnal, que rebulle desde la raíz hasta el cielo y cuando quiere seguir escalando no encuentra cuerpo y cae, maduro, a la madre tierra; Gea siempre está ahí para acogerlo, caliente y temblorosa. Esa bebida, sin serlo, es manantial de resveratrol, agua que descorre el deseo.

La savia se activa, dicen, cuando el mar arcilloso y gredoso que sustenta las plantas supera los diez grados de temperatura. A veces se ven cultivadores que hurgan con sus manos en el terreno para buscar esa energía que solo crece abajo, impenitente y dolosa. La raíz jeribequeada de la cepa supura esperanzas cuando nota la calentura del celo. Cuando viene a lo bestia, como esta primavera seminal, rompe barreras y fluye como un torrente en ribera acuchillada por las rocas.

He leído que hay cepas que lloran más de cuatro litros. No sé quién lo habrá medido. Pero sí sé que la marca del charco queda muchos días pegada junto al tronco y que la sombra araña hacia el fondo, buscando descifrar el misterio que hace crecer las cosas. Ese es el milagro. Ese líquido que sabe a todo y a nada es el que hará que un ser vegetal, anclado en un palmo de terreno, destile la ambrosía que empuja la alegría y da forma a lo que no la tiene. Llora la viña de risa cuando descubre que todo lo que crece tiene una medida y cuando se ajusta y se hidrata con el sol líquido, eso es la belleza.

Que quien quiera aprender la perfección se acerque estos días a los viñedos. Ahí está colgando el ciclo de la vida. Es húmedo, es líquido y no tiene nombre. Que cada cual le ponga el que quiera.