La última vez todo acabó en fracaso. Habías acudido, como otros curiosos, a la llamada del olvido. Los ecos de dos de los pueblos que dejaron de existir a principios de los años treinta, fruto de la construcción del embalse que transformaría el paisaje del río Esla. A un kilómetro y medio de El Campillo esperabas encontrar las calles, las casas... y hasta el emplazamiento original de la iglesia de San Pedro de la Nave. Qué iluso. Allá abajo, las aguas solo dejaban entrever algunas lajas de piedra, fragmentos de antiguas tejas hechas añicos y el vértigo de haber profanado el territorio que durante casi un siglo ha sido propiedad de las aguas.

Pero esta vez es diferente. Han pasado varias semanas y la sequía ha continuado horadando el territorio del agua embalsada, desnudando un valle inerte que trasmite un sentimiento de escalofrío. Continúa el peregrinaje de personas que, como tú, esperan rescatar alguna reliquia de la vida pasada en el minúsculo pueblo. Y ahora estás allí, emulando la visita de los últimos «turistas» que se encaminaron a San Pedro de la Nave para ver con sus propios ojos un antiguo templo del siglo VII que las autoridades de la época habían declarado monumento nacional en 1912, a instancia de un historiador enamorado de la fábrica visigoda del edificio: Manuel Gómez-Moreno.

Porque esa fue la expresión utilizada por el párroco, José Fernández Gómez.

-¿Turistas?- le pregunta un redactor de El Correo de Zamora.

-Bastantes, especialmente extranjeros- le contesta.

Son los últimos días de julio de 1930. El sacerdote ha hecho ya la mudanza de casi todos los enseres del templo... porque el edificio se lo llevan. De todos, menos del altar. Acaba de oficiar una misa a la que acuden, no solo los vecinos de San Pedro, sino también los de Campillo y los de Pueblica, que no tienen parroquia. Estos últimos ocupan apenas una docena de viviendas, situadas en la margen derecha de la confluencia de los ríos Esla y Aliste. Una barca los separa diariamente del alimento espiritual. Tanto da. Son los últimos días de ambos pueblos. A diferencia del templo visigodo, las calles, las casas, los corrales... todo quedará sepultado bajo el agua.

Y, en efecto, ahora sí puedes recorrer las calles de San Pedro de la Nave, delimitadas por cercas de piedra, las últimas que han resistido casi un siglo de inmersión, junto al verdín y los peces, como un pecio que nadie ha querido recuperar por su falta de valor.

Pero, ¿dónde están los pilares de San Pedro de la Nave? Te vales de un viejo plano y una fotografía de finales de los noventa, cuando se practicaron trabajos arqueológicos, aunque las raíces de la antigua iglesia de san Julián y santa Basilisa no aparecen por ningún lado. Entonces te das cuenta: no veías las huellas porque prácticamente las estabas pisando. El fango ha desfigurado el rectángulo que buscabas en el plano y no habías sido capaz de identificar la escena.

Das unos pasos más y ya estás en suelo sagrado, porque la consagración del templo no prescribe, ¿verdad? De hecho, si cierras los ojos y te concentras, eres capaz de escuchar oraciones lejanas y el murmullo de la retahíla de los fieles, como el eco sordo de una de tantas ceremonias. Y entonces entiendes el porqué de las palabras del párroco: te encuentras en un templo que, por su aislamiento, invita a la «meditación y el estudio»... de no ser porque la temperatura refresca ya en el árido valle y te recuerda que los muros de piedra se esfumaron hace más de ocho décadas.

La iglesia, la de carne y hueso, se encuentra ahora a un kilómetro y medio de las ruinas emergidas, de esa Atlántida pobre que florece -aunque solo aparezcan unas cuantas plantas de estramonio- en un lugar indeterminado de la antigua Castilla, entre Pueblica y San Pedro. Casi das por hecho que el valioso templo -el edificio en forma de cruz, de piedra arenisca con pilares de mármol- solo podía ser trasladado al pueblo vecino, El Campillo. Es lógico, porque sus pobladores no tenían parroquia y porque quién iba a querer esas piedras. Lo dices por ignorancia, porque desconoces la controversia generada en aquella época de la que solo tienes noticia por unas viejas fotografías en blanco y negro. Y unas cuantas páginas de la hemeroteca de El Correo de Zamora cambian tu visión del asunto.

Julio de 1930. Zamora aguarda la visita del ministro de Instrucción Pública, don Elías Tormo. La decisión de trasladar San Pedro de la Nave está tomada, pero falta por dilucidar el nuevo emplazamiento. Las autoridades locales -el gobernador civil, el presidente de la Diputación, el alcalde y un personaje clave, el delegado de Bellas Artes, Severino Ballesteros- pasarán el día con Tormo y Gómez-Moreno, visitando los emplazamientos clave, previo almuerzo en el Café París. El viejo periodismo tenía estas cosas: hasta sabemos que compartieron mesa en torno a entremeses, consomé, langosta a la americana, pollos tiernos al jugo, tartas imperiales, frutas finas, vino, coñac, café... Un copioso prólogo de la caravana de vehículos que puso rumbo al valle del río Esla.

Allí donde Saltos del Duero inundaría la zona hasta dejarla cuarenta metros bajo el agua, con el compromiso de trasladar San Pedro «con todo su valor artístico». Y entonces aparece la única alternativa a El Campillo: Zamora. El Ayuntamiento que preside Felipe Esteva Pascual sueña con llevarse la pequeña joya a la capital para apoyar «la corriente turística». Hemos cambiado de siglo y de milenio, y seguimos dándole vuelta a las mismas cosas. El caso es que el Ministerio deja en manos del Ayuntamiento y de la Diputación la decisión, siempre que costeen el traslado y procuren una parroquia al pueblo vecino. Incluso El Correo de Zamora, ilusionado con la posibilidad, propone un lugar «ideal» para la ilustre adopción: la explanada del Castillo, un «bello marco» de fácil acceso para los turistas.

Y ahora que conoces la verdadera historia, tú también fantaseas con la posibilidad de visitar San Pedro en los jardines del Castillo, entre las ruinas de la fortaleza y la torre del Salvador. Pero al cabo de unos minutos vuelves a pensar como al principio: que San Pedro está bien donde está, que bastante tuvieron que sufrir los vecinos del pueblo con abandonar sus casas, el lugar donde nacieron, como para ver que el templo en el que rezaban también hacía las maletas rumbo a la capital.

Por extraño que parezca, las ruinas del pueblo inerte que recorres ahora vuelven a cobrar vida. Varios pescadores regresan a casa «callejeando» entre las elegantes cercas de piedra, intactas a la inmersión. Recorren, como los verdaderos vecinos de entonces, la complicada retícula del pueblo, aquí la plaza, allá la calle Mayor... cualesquiera que fueran sus nombres. Y esta vez, sí. Esta vez lo has conseguido. Has regresado a San Pedro de la Nave, aprovechando la huida de las aguas. Quién sabe cuándo esas piedras volverán a convertirse en un barco hundido, un amasijo de piedra que nadie quiera explorar, porque el tesoro se lo llevaron hace ahora casi un siglo.