La muerte puede esperar a poco más de mil pasos. Una tarde cualquiera de septiembre. En un bellísimo paraje sanabrés. Pasos esforzados, sí. Pasos equivocados. Más allá del firme de cemento, del suelo conocido. Pasos entre la naturaleza, bajo una especie de túnel de exuberante vegetación, con el abismo como único destino. Así fueron las últimas horas de Mari Carmen Carracedo, la vecina de Rozas cuyos restos mortales fueron hallados el pasado 27 de septiembre, tras veinticuatro días desaparecida en el entorno de una localidad de tan solo quince habitantes.

"No se merecía ese final, no así". Son las palabras de su hermano Pepín, que lideró durante semanas una búsqueda infructuosa. El rostro de José Carracedo Aparicio refleja el dolor de quien conocía a la persona ensombrecida por el infortunio, primero, y la enfermedad, después. Porque Mari Carmen era la persona "alegre" y "trabajadora" que "siempre velaba por sus dos hijos", la que aparece en la fotografía de hace dos décadas que Pepín sostiene entre los dedos. Pero esa instantánea se quebró para siempre cuando su marido falleció en un accidente laboral. El año pasado, de nuevo un revés. Mari Carmen fue intervenida de un tumor en la cabeza que limitaría sus movimientos para siempre, la dejó sin habla y en tratamiento psiquiátrico, bajo el diagnóstico médico de depresión y esquizofrenia.

Así que el día a día de la vecina de Rozas se redujo desde entonces a levantarse temprano por la mañana, sobre las nueve, ayudar en las cosas de casa -"pero no mucho, porque se cansaba", precisa Pepín- y dejar pasar el tiempo en el sofá, frente al televisor. Quizá viendo alguno de sus programas preferidos, en Telecinco.

Los problemas de movilidad apenas permitían a Mari Carmen asomarse a la puerta de casa, una terraza situada unos escalones por encima de la calle. "Le gustaban los dulces y, especialmente, las cerezas cuando era temporada". José Carracedo recuerda a su hermana más allá de la enfermedad del último año. Lo hace emocionado desde el altar que ha preparado con esmero a la puerta del horno vecinal, un pequeño edificio de piedra y pizarra característico de la comarca que el pueblo suele utilizar para celebrar las fiestas. Una improvisada capilla a cielo abierto que impresiona al visitante que accede a Rozas por la calle principal. Precisamente, a un par de metros de la primera curva que la malograda vecina tuvo que andar necesariamente aquella tarde mortal del 3 de septiembre.

Mientras habla, es fácil imaginar a Mari Carmen caminando con dificultad con sus deportivas -blancas y rosas, colocadas a modo de chancleta- hacia su destino fatal. "Todo sucedió muy rápido, en apenas una hora. La última vez que la vi estaba asomada al balcón. Yo siempre le decía que no bajara de ahí, que se iba a caer. Pero cuando regresé, a las siete, ya no estaba". La vecina de Rozas no solía dar un paso sin la ayuda de su hermano. Por eso a Pepín le extrañó tanto no hallarla que, tras recorrer las principales calles del pueblo, no dudó en advertir a la Guardia Civil de la ausencia.

Pocos minutos antes, Mari Carmen Carracedo había abandonado la seguridad del hogar familiar para internarse en el bosque. Solía caminar sobre el cemento, pero nunca por el monte. Esta vez era diferente. Podría parecer que huía de algo o de alguien. Pero, ¿de quién? "Aquí estaba muy a gusto. Desde que volvimos de Jaén se encontraba mucho mejor. Agradecía la temperatura más fresca de Sanabria y se le habían deshinchado las piernas".

Tras casi trescientos pasos, los primeros, la mujer se internó en el camino que conduce a la vecina localidad de Villarino, el paraje denominado Llama Carballo, una especie de túnel absolutamente verde, flanqueado por una vegetación tan exuberante que habría de ser desbrozada en las posteriores labores de rastreo. El terreno no es excesivamente duro, tampoco demasiado sencillo. Pero Mari Carmen se alejó hasta que topar con un pequeño barrizal. La ausencia de suciedad de una las zapatillas que aparecerían casi un mes más tarde no lejos de aquel paraje prueba que la mujer tuvo que sortear el barro, por alguna de las dos orillas del sendero.

Casi seiscientos pasos más allá de su casa, la senda se partiría en dos. La pendiente de la ruta que lleva a la iglesia obligó a la vecina a elegir entre el camino más complicado o virar a la derecha, como finalmente hizo, para tomar la vereda más benévola, ligeramente cuesta abajo. Y solo unos metros después, en los prados de Casiares, Mari Carmen hallaría varios montones de leña apilada en un claro. Sin motivo aparente, tomó la decisión de abandonar el itinerario marcado para internarse entre las escobas. No podrá caminar mucho más: la silva y los abruños, vegetación infranqueable, se convertirán en una muralla imposible de traspasar. No solo para la mujer de Rozas, para cualquiera.

Se acercan sus últimos pasos. La primera dificultad seria del terreno -un pequeño escalón natural cubierto de hierba reseca de apenas treinta centímetros- se convertirá en una trampa mortal. Quizá resbalase y cayese entre la vegetación. Sería su última maniobra. Los 87 kilos y los problemas de movilidad se transformarían en obstáculos prácticamente definitivos. Seguramente Mari Carmen habría pedido auxilio por puro instinto de supervivencia. Pero el tumor había reducido su capacidad de comunicación a asentir o negar con un movimiento de cabeza. Y allí, en ese preciso lugar, descansaría su cuerpo. De ello da fe la impronta de su ser, como un manto negruzco que permanecería durante semanas.

Más o menos, en esos momentos finales, su hermano estaba a punto de regresar de El Puente, aunque Mari Carmen ya no lo esperaba asomada a la puerta. Comenzaba un cautiverio de veinticuatro días, una búsqueda que finalizaría cuando un ganadero de San Juan de la Cuesta cubriera el recorrido de cuatro kilómetros guiado por sus perros hasta dar con el lugar exacto donde reposaban los últimos restos de la mujer. La reacción de los mastines sería elocuente para José Antonio González. Los animales, seguramente lobos, habrían arrastrado el cadáver hacia una zona más recogida, oculta entre las escobas, para hacer desaparecer la mayor parte de lo que quedaba de Mari Carmen. Unas ramas entrelazadas -que alguien practicó para señalizar el lugar tras hallarse una parte del cadáver- indican el lugar. La vegetación, extrañamente deformada y aplastada, puede llegar a dar idea de lo sucedido.

A Pepín le duele que "no se hubiera buscado un poco más". En particular, los primeros días, jornadas clave para dar con el cuerpo de su hermana. "Al principio trajeron incluso un helicóptero, pero rastrearon la zona equivocada. Si hubieran venido más arriba?", se lamenta. Así y todo, la paz no llegaría con el hallazgo de los restos. "No me dijeron en qué estado se encontraba el cuerpo. Habíamos llamado ya a algunos familiares para el entierro, porque dimos por hecho que el cuerpo estaría aquí por la noche", se lamenta José Carracedo Aparicio.

En su lugar, las partes halladas viajarían a Madrid para someterlas a la autopsia que vierta luz sobre las últimas horas de la mujer. El resultado de las pruebas es la última noticia que aguarda la familia. Después, Mari Carmen descansará en el panteón del cementerio de Rozas. Es lo único que Pepín y los suyos podrán hacer. "Ella no merecía este final. No así".