el verano es tiempo de tertulias de afines, de comidas en grupo y, por tanto, de sobremesas excesivas, regadas con una pizca (o más) de alcohol. De revivir recuerdos a la carta (cuántas interpretaciones tiene un mismo hecho, ¿verdad?), de opinar del sexo de los ángeles y del otro. De política, claro (qué hartazgo, por Dios) y, cómo no, de festejos taurinos, maltrato animal, del toro de Tordesillas..., en fin de lo que nos pica y nos duele.

Alguien saca a relucir que una productora ha grabado un documental con no sé cuántas horas de fiestas, donde se escenifica el maltrato animal. En una sobremesa rural, está claro para quién van los insultos. Nadie entiende que alguien, desde fuera, se inmiscuya en lo suyo. O en lo que ese nadie considera suyo porque el conjunto de suyos hacen lo común. Y, entonces, todo cambia. O podría.

El más reflexivo introduce un argumento cabal que baja en parte el tono de indignación general. El argumento es el siguiente: lo que está en liza actualmente es un enfrentamiento entre dos culturas: la rural y la urbana. Como la que prima (y cada vez más) es la segunda son sus defensores más reconocibles (jóvenes y gentes de ideología progresista, sobre todo) los que marcan la pauta e influyen en quienes aprueban las leyes para que las cumpla toda la sociedad. Eso hace que, a veces, se produzca el enfrentamiento. En todo caso con un resultado sabido de antemano porque el concepto urbano se impone claramente por mayoría.

El más reflexivo sigue explicándose y aporta más disquisiciones al debate. No se entiende igual el uso que se les da a los animales en la ciudad y en los pueblos, no existe el mismo concepto de la sangre ni de la fiesta.

No extraña, por tanto, que haya un movimiento urbano que abogue por prohibir las manifestaciones rurales más populares, como la caza, los toros, las fiestas con animales. En la base del juicio hay dos conceptos diferentes de juzgar el mundo. Uno, que parece antañón, pero que sigue vivo y está ahí, y el otro que cuenta a su favor con todos los medios (incluidos los de comunicación) y con las leyes para imponerse.

El reflexivo lo tiene claro: los urbanos tienen que tener paciencia, que no se obcequen en prohibirlo todo. El tiempo hará sangre y pondrá a cada uno en su sitio, que las prisas no son buenas. Ni justas.