Es la primera pedalada del año de una carrera que mantiene vivo al pueblo como comunidad, como núcleo sufriente. La dan los quintos la víspera de Reyes. La fiesta anima el ambiente. Y lo calienta. La hoguera que se enciende pasadas las doce de la noche está preñada de simbolismo. Es quemar todo los viejo, lo que no sirve, lo malo, lo negativo. Volvió a repetirse este año. Con más leña que nunca, un muelo de encinas enroscadas y mil cosas más, algunas innombrables, que permaneció ardiendo más de doce horas, a pesar del frío y del agua de la mañana.

Joel, Héctor, Álvaro, Marcos, Raúl, Elena y Vanessa son los quintos de este año. Tienen por delante varias funciones. La más importante es, sin duda, la fiesta del Zangarrón, con la que cerrarán el mandato.

Aparte de la hoguera y el chocolate que sirvió para amenizarla, hubo baile hasta la madrugada, actividad que se repitió por la noche. El pueblo volvió a bullir como solo lo hace en fechas señaladas y a recordar que mientras hay vida hay esperanza.

Las fiestas de quintos sirven para unir a toda la colectividad. Las familias hacen piña y las horas pasadas en grupo suelen llenar después muchos días de recuerdos. De hecho, antes, la historia de la quintada se contaba en mil y una reuniones. No había tantas interrupciones ni tantas experiencias como ahora. Lo que se hacía, sobre todo cuando uno era protagonista, quedaba más grabado y no tenía fin.

Otra vez más las madres -siempre ellas- prepararon un chocolate que sirvió para endulzar y suavizar el frío -ahora sí ya invernal- de la noche de Reyes.

Las costumbres rurales son el cordón umbilical que une generaciones. Solo por eso habría que mantenerlas. Pero es que, además, ponen marco a la alegría natural. No todo van a ser redes sociales.