"¿Cien años?, nunca pensé que llegaría. De mis amigas no queda ninguna". Antonia Blanco Benéitez cumple un siglo de vida plena de razón, haciendo crucigramas y tejiendo patucos pese a sus castigadas manos. Cien años son muchos y parecen más en la existencia de una mujer que ya desde niña hubo de luchar contra un destino marcado por la muerte de su madre, Antonia, cuando ella nació. Una fatalidad con la que cargó durante los primeros años de su vida y que la llevó derecha al hospicio de Zamora. "Entré por una puerta y salí por la otra" cuenta la señora con una admirable lucidez en su casa de Luelmo, el pueblo que considera suyo y donde acaba de recibir un homenaje de sus vecinos.

Allí se crió, se casó y formó una familia. En Luelmo pasó los primeros años con un matrimonio del pueblo que acababa de perder a su niño y la acogió. "La monja del hospicio no me soltó porque ya estaban esperándome, no fuera que me cambiaran o algo así".

Fue así como la pequeña Antonia se separó de su padre y una hermana de 13 años y se crió con Antonio Lorenzo y Ricarda Heras. Con el tiempo serían sus padres adoptivos y su verdadera familia. "Ni mi padre natural ni mi hermana me querían; lo que es la vida, luego ella vino a morir a mi casa, la cuidé como pude" cuenta esta memoria viva del último siglo.

El rechazo de los suyos aceleró la salida del hogar para ganarse la vida cuidando vacas en el vecino pueblo de Abelón, donde Antonia tuvo la fortuna de trabajar para un matrimonio "muy bueno", Ángel y Tomasa. "Para mi fueron como unos padres" recuerda la hoy centenaria. "Tanta confianza tenían en mi que yo sabía el dinero que tenían y donde lo escondían, en un puchero en el sobrao; decían, por si nos morimos, porque eran ya mayores. Pero mira lo que me pasó. Fue un señor a ver si le dejaban dinero porque iba a comprar un cortino y cuando fueron a buscarlo no quedaban mas que unos cachicos, se lo habían comido los ratones. Por un lado pensé lo han perdido, pero gracias a Dios que quedaron estos cachos porque sino dirían que lo he cogido yo".

Antonia pasó en Abelón cuatro años hasta que murió su padre natural y la fue a buscar la familia de Luelmo. "Yo cumplía de San Pedro a San Pedro en Abelón y como mi padre murió por las matanzas no quería dejarles solos; esperé hasta junio y así les dio tiempo a buscar a otra chica" razona con toda clarividencia entre los recuerdos de su casa de Luelmo, que visita todos los veranos.

Allí vivió con Lázaro, un portugués de Palancar que trabajaba allí. "Era cuando la guerra y no había mozo ninguno", así que la joven sayaguesa matrimonió con el luso; "fue a vender lo suyo, compramos esta casa y aquí hicimos nuestra vida". Vivieron del oficio de panaderos, que empezaron cuando el entonces alcalde, Antonio Vega, le propuso amasar el pan que se asignaba a cada casa con las cartillas de racionamiento. "Las primeras veces fuimos a amasar al horno de mi padre para dar la ración de pan, luego ya empezamos a llevarlo también por los pueblos".

Hasta el Salto de Villalcampo llegaba Antonia con una yegua y un burro pasando por un sendero imposible, había veces que cruzaba la presa para llegar al pueblo, repartía también en Abelón y Moral. "Tardaba porque no me podía subir a las caballerías y era todo andando. Luego ya compramos la furgoneta y cambiaron las cosas" relata.

La anciana, memoria viva de una época muy desconocida ya para sus nietos, recuerda un pueblo vital. Con salones de baile, comercios, posada de carreteros, carpinterías, fraguas, zapateros? "Estaban las casas llenas de gente, ahora no hay nadie". Esas familias numerosas salían adelante a base de mucho trabajo y sacrificio, sobre todo en los años de la guerra y la posguerra. ¿Cómo vivió esa época de la contienda civil? "No había bailes ni nada, la gente hacía vigilancia por las noches". Y no menos precaria fue la época del contrabando que a un palmo de la frontera se vivió muy de cerca. "Aquí durmieron muchas veces portugueses pero no traían la mercancía para no comprometernos; guardaban el café y las cosas entre los montones de paja que no cabía en el pajar".

Hace casi un siglo tampoco había comunicaciones como ahora, así que la primera vez que Antonia pasó a Portugal fue toda una aventura. "Había unas estacas para cruzar el río y una peña con un agujero, pero yo era gorda y no cabía (ríe). Me acuerdo que había un cacho piedra que era igual que el espinazo de un burro, tenía que poner los pies atravesaos pero yo no pasaba, así que me espernanqué en la piedra y fui arrastrando el culo hasta que pasé".

Hoy con tres hijos (llegó a tener cinco), seis nietos y cuatro biznietos, Antonia ha recibido un cariñoso homenaje de sus vecinos con el buen humor y la lucidez que distinguen a esta sayaguesa que ha entrado en el cada vez más poblado club de los centenarios.