Le pasó a la alcaldesa de Zamora, Rosa Valdeón, hace unos días. Atravesó Sanzoles en coche y oyó y se sorprendió. Sonido de cencerros entre la niebla. "¿Pero quién??". Unos niños, eran unos niños en grupo, a oscuras, recorriendo a carrera tendida el pueblo haciendo sonar cencerros. Daban miedo. ¡Cencerros en el tiempo de los smartphones, qué paradoja! Sí, pero así es la vida. Cabe de todo: una tradición de cientos, miles de años, según algunos estudiosos, repleta de símbolos de la cultura agraria, conviviendo con la espuma de la artificiosidad: la era de lo digital, de lo que es sin ser, de la bandera de la apariencia.

Fuerza ancestral

Es lo que tiene el Zangarrón de Sanzoles, que sorprende por su fuerza ancestral. Porque es una fiesta que siempre ha prendido en el ánimo de los más jóvenes, de los niños. Porque es una manifestación íntima, de una colectividad pequeña, que sale a la calle a reivindicar su propia historia, su forma de ser. Aquí no hay contaminaciones. La celebración es lo que es: el pueblo a secas; los foráneos no tienen protagonismo.

Quien sin ser del pueblo, estar ligado a él de una u otra manera o haber asistido anteriormente a la fiesta, estuviera ayer en las vísperas, se sorprendería de la fuerza de una liturgia tan poderosa.

Una marea humana corriendo de aquí para allá al ritmo de flauta y tambor (el mismo sonido de avance que ya utilizaron las legiones romanas, mantienen algunos expertos), provocando, huyendo de los golpes de vergajo (en estos tiempos, por Dios, de vergajo, que sí, es lo que todos pensamos), protegiéndose de los males del tropel, de la anarquía.

Las vísperas después de medio siglo volvieron a acabar anoche en la Iglesia (institución que está empezando a demostrar en el pueblo de Tierra del Vino porque ha sobrevivido dos mil años, porque ha sabido adaptarse a los tiempos). Los vecinos reivindicando su sentir más auténtico, el legado de sus antepasados. Eso es lo que es esta fiesta: la esencia de lo que fue. El canto de un villancico de la tierra cerró el acto. Día grande

Hoy es el día grande. Dos sesiones. A las ocho y media para el pueblo, no apta para los impresionables. Y a las once y media, para curiosos y visitantes. En el Zangarrón hay de todo: cada cual se puede fijar en una cosa: su transcendencia lúdica, su arraigo a lo largo del tiempo, su simbología. Para los del pueblo es orgullo. Que le pregunten hoy a Jaime Salvador, el Zangarrón. O a su padre, Agustín. Su abuelo también hoy hubiera llorado de emoción.

Esa fiesta une y hace pueblo, quizás ese sentimiento es difícil de entender para los de fuera, pero seguramente el destino de Sanzoles está ligado al destino del Zangarrón. No hay futuro sin pasado. Ni pasado sin ganas de mantenerlo.