¿Por qué las mascaradas han pervivido entre los escombros de otras muchas fiestas y tradiciones populares? «Vete a Sanzoles». Le dijo un amigo a otro en los postres (bien) regados de una cena servida en la capital el domingo pasado. Y fue ayer al pueblo de Tierra del Vino. Y vio. Un pueblo entregado, bailando al son circular de las castañuelas. Un pueblo a la carrera, extendido en la calle, como si no pasara nada, como si no lloviera nada, como si el ámbito rural no estuviera dando las boqueadas. Y otra vuelta, señor Villamor. Y el Zangarrón, incansable, va y viene buscando Dios sabe qué. Peras, como antes, ya no. ¿Dinero?, tampoco. Es otra cosa que oculta el sonido de los cencerros, que tilila en los bajos, que no aflora, pero que está ahí, que ventea las entretelas.

Y el visitante preguntó al gentío. Le contestaron mil cosas. Que si una fiesta popular entroncada en los tiempos oscuros, cuando los chamanes dominaban la tierra y celebraban ceremonias de iniciación para domeñar la fuerza desatada de los jóvenes y enredarlos en el redil de la colectividad. Que si vestigio de las saturnales romanas pasadas por la liturgia del dios Jano. Que si la espuma festiva de las legiones y su música de ataque. Que si una peste que devastó el pueblo hace varios siglos y que cuando los fieles sacaron en procesión a San Esteban, el patrono de los mozos, varios vecinos, cansados de la mortandad imparable, intentaron apedrear la imagen, acción que no perpetraron por miedo a otro que se vistió con andrajos y asustó a los díscolos? Que si fiesta de interés turístico regional que aspira al reconocimiento nacional. No sacó nada en claro.

Vio, eso sí, que la gente apiñada en torno a la figura del Zangarrón, los danzantes y el tamborilero a tiempo parcial, se movía al mismo ritmo, como un solo cuerpo, que había como una disposición a la diversión, idéntico interés. Carreras y carreras sin ton ni son pero que eran seguidas como la final de los cien metros en una olimpiada. Y el personaje vestido con mantas de caballerías pegaba con un palo y nadie se enfadaba. Que a los vecinos que no participaban directamente en el culebreo de idas y venidas se les notaba contentos, como sacando pecho, orgullosos.

Y cuando alguien le dijo «mira, esa es la madre del Zangarrón», se acercó para matar la curiosidad y le notó los ojos brillantes, emocionados. Entre la muchedumbre, también vio caras iluminadas, gestos de satisfacción. Son los padres de los quintos, le dijeron, de los danzantes. Se acercó a uno y le preguntó. Y de la respuesta dedujo que aquella manifestación era más que una fiesta local, que unía sentimientos, de los sanzolanos de dentro y de fuera; de los hijos del pueblo y de los hijos de estos que, nacidos en otras tierras, tiran del cordón umbilical cuando llega el 26 de diciembre.

La mascarada tiene, como no, también liturgia católica: sale San Esteban en procesión, pero dentro, en los intersticios, se nota, hay otra cosa, seguramente aún más universal, más primaria, que traza sentimientos que circundan la condición humana y la acorralan. Vio, en el fondo, como una borrachera sin alcohol, hecha de un combinado que no se liba de forma convencional y que no se guarda en botella. Nadie sabe a qué sabe, pero todos saborean con gusto aparente.

El visitante se llevó la impresión de que Sanzoles es un pueblo vivo, metálico, tableteado, ruidoso hasta el dolor de oídos, con sus calles y casas abiertas a la luz. Por wassap, camino de Zamora, se lo escribió a su amigo, el de la cena: «Ya sé por qué las mascaradas han pervivido entre los escombros de otras muchas fiestas y tradiciones populares». Al instante, la respuesta: «Ya te lo dije, para saberlo hay que vivirlas allí donde se celebran, es cuando te das cuenta de esa cosa que tienen que no se puede contar. Es como el aire, no se ve pero está».

En Sanzoles, cansados, agotados y satisfechos, quedaron danzantes y quintos, muchos de ellos en su doble papel. El Zangarrón, Ricardo Juan, y los nacidos el mismo año que él: Marina, Víctor, Diego, Gonzalo, Juan Carlos, Ángel, Cristina, Rebeca, Dafne y Laura. Nunca se olvidarán de lo que ocurrió ayer en Sanzoles. Desde ya compartirán recuerdos y experiencias que, seguramente, le sobrevivirán prendidos en sus familiares.

Sanzoles volvió a cumplir el rito. En una mañana fría como una espada a la intemperie, salió a la calle a reivindicar su pasado. Completó los pasos de la ceremonia y honró a todos sus hijos que a lo largo de la historia bucearon en el mismo rito, el de la fiesta entroncada con la vida.

En esta ocasión, asistieron como espectadores un ramillete de autoridades, que confirmaron el interés turístico regional de la celebración. Allí estuvieron el presidente de la Diputación, Fernando Martínez Maíllo; la subdelegada del Gobierno, Clara San Damián; los diputados provinciales: José Luis Prieto, Rosa Muñoz, María Isabel Perero... La fiesta une, el Zangarrón, dicen, hace amigos.