Una simple extensión vacía de terreno como una pradera puede ser cualquier lugar cuando se quiere viajar hacia donde la imaginación te lleve. La del campamento de Doney en los últimos 28 años ha sido desde el Londres hogar de Sherlock Holmes a la Grecia del Olimpo, o a la isla desierta de Robinson Crusoe.

Aunque ahora ya no haya niños correteando por ella, la hierba aún recuerda sus pisadas. Este verano, el mes de julio el campamento se llenó de pequeños piratas que rompieron la tranquilidad del Caribe en sus barcos intentando salvar a la hija del comendador de sus terribles secuestradores. Quince días después, los pequeños bucaneros dieron el relevo a los casi un centenar rebeldes habitantes del territorio de Panem, que lucharon en los 74.º Juegos del Hambre para rebelarse contra el malvado Capitolio que les mantenía en la miseria y obligaba a sacrificar a sus jóvenes para aplacar sus ansias de libertad.

Recién estrenado agosto llegaron a la pradera los más pequeños, seleccionados para formar parte de la Academia de Superhéroes de Doney, donde pudieron protagonizar mil historias de la mano de sus personajes favoritos como el Capitán América o Catwoman, y en la que, además de estrenarse en el campamento, pudieron aprender a convivir todos juntos bajo la protección de los grandes salvadores del cómic.

Los encargados de cerrar el mes y el verano fueron los cuarenta doneyanos más veteranos -aunque aún sean unos adolescentes, muchos de ellos cuentan ya con casi diez años de acampada a sus espaldas-, que vivieron su particular Aventura 2013 en diez días que la mayoría de ellos tilda de «inolvidable», con actividades, marchas y juegos adaptados a la edad de los que se despiden del campamento después de tantos años de experiencias y recuerdos difíciles de borrar de su memoria. No obstante, Doney ha acompañado a muchos a lo largo de toda su infancia y adolescencia, creciendo y cambiando con ellos, formando parte ya no solo de sus veranos, sino de su vida.

Durante los dos meses estivales, más de doscientos jóvenes han formado parte de algo que, veintiocho veranos después, continúa fiel a su particular forma de diversión y educación en valores que no han cambiado desde que abriera sus puertas en los años ochenta.

En los casi sesenta días que el campamento está abierto en la pequeña localidad sanabresa de Doney de la Requejada, el albergue ha sido el hogar de niños y adolescentes entre los 9 a los 17 años. Agrupados en diferentes turnos según sus edades, todos tienen en común que han hallado allí un lugar donde han aprendido a convivir, a compartir y a estar en contacto con la naturaleza fuera de la rutina de sus hogares. Acostumbrados a comunicarse por WhatsApp o mensajes de móvil, muchos de ellos incluso han escrito su primera carta postal, y han logrado entretenerse sin necesidad de aparatos electrónicos ni cables.

Lejos de las actividades de deportes y aventura extrema o las nuevas tecnologías que ofrecen otros campamentos, Doney siempre se ha distinguido por el entretenimiento tradicional que ofrece a los niños, que consiguen disfrutar al máximo de su estancia en Sanabria a través de los juegos de siempre, yincanas y contacto natural con el entorno que les rodea. No echan de menos sus videoconsolas porque están todo el día en contacto con otros niños de su misma edad con los que comen, juegan, reflexionan y van de marcha por el monte.

Aunque pueda parecer complicado que, muchos de estos niños, muchos de ellos ya inmersos en la complicada fase adolescente, accedan a compartir sus cosas, sus gominolas o sus rotuladores, o se encarguen de tareas que en sus casas suelen ser en ocasiones motivo de discusión, como mantener su ropa ordenada, limpiar el baño o no dejar nada de comida en el plato aunque no les guste, en el campamento, lo realizan sin protestar. Y, el último día, hasta los padres suelen sorprenderse de que los monitores hayan conseguido que su pequeño se coman el pescado y las lentejas.

¿Cómo se logra eso? «Si nunca has tenido la oportunidad de ir a Doney y te cuentan qué cosas se hacen en él, pensarías que es algo imposible o difícil que se lleve a cabo», dice Luis Manuel Pérez, un joven monitor asturiano que lleva tres años trabajando sin descanso para que los niños disfruten al máximo del verano.

Alrededor de diciembre, la maquinaria que mueve Doney comienza a andar para que, antes de que el tradicional tríptico verde botella que llega a casa de los niños a mediados de abril, todo esté preparado. Cada una de las actividades programadas van orientadas a que los niños se diviertan, pero también aprendan y se potencie su independencia y su capacidad de hacer las cosas por sí mismos, así como de ayudar a los demás, luchar por sus convicciones o compartir para vivir.

Desde que echase a andar allá por el año 1986, miles de jóvenes han pasado por allí y no lo han podido olvidar. El equipo responsable de obrar «el milagro» está formado por casi cincuenta monitores y media docena de cocineros voluntarios, que se encargan de preparar durante meses todo lo necesario para que los niños aprovechen los días de ocio, así como de adaptar las actividades, los juegos y las dinámicas a las diferentes edades que abarca cada uno de los turnos. Todo está supervisado de cerca por el claretiano Fernando Sotillo, alma mater de Doney, y que casi treinta años después, continúa con la incansable y casi siempre ingrata labor de educar y cuidar a tantas generaciones verano a verano sin querer nunca figurar ni ser el protagonista, pero poniendo cada día su trabajo y su inagotable energía.

La mayor parte de estos jóvenes que ahora se ocupan de cuidar a los niños sin recibir ninguna recompensa económica a cambio fueron en su momento acampados. Años después, siguen sin romper el vínculo especial que une a todos los que alguna vez han formado parte de Doney, y por el que algunos de los pequeños que ahora ocupan las tiendas de campaña serán dentro de unos años la nueva generación de monitores que cierren el ciclo. «El grupo humano que se forma principalmente con los monitores es algo que no había experimentado nunca, ni con mis amigos de toda la vida. ¿Y por qué? Pienso que es porque todos tenemos un fin común: que el campamento salga adelante, que los niños se lo pasen bien, y nosotros a la vez con ellos», afirma el asturiano. «Muchas veces me cuestionan por qué sigo ahí si no veo ni un euro por ir de monitor. Yo les respondo que no cambiaría el campamento por otra cosa, porque además de pasármelo bien, te encuentras muchas nuevas experiencias, aprendizajes, sensaciones, situaciones€ que, al fin y al cabo, te hacen crecer como persona. Y no todo es dinero en esta vida», sostiene Luis Manuel.

Jornada de convivencia

Para reforzar ese sentimiento de que Doney es algo más que unos pocos días en un pequeño rincón de Sanabria, que no termina con el final del verano, y que es algo que se lleva dentro todo el año, desde el campamento han organizado para el domingo 22 de septiembre un día de convivencia entre monitores, acampados y familiares, que tendrá lugar en el Colegio Corazón de María de Zamora.

La celebración de esta jornada festiva comenzará a las 11 de la mañana con una eucaristía en la capilla del centro, a la que están invitados a asistir tanto los acampados actuales como los antiguos junto con sus familiares.

A continuación, como si del primer día de campamento se tratase aunque cambiando de comedor, los pequeños de todos los turnos degustarán el tradicional bocadillo y cogerán fuerzas para la tarde. Los monitores de cada turno prepararán actividades para que los niños disfruten jugando juntos hasta las cinco de la tarde que está prevista la despedida hasta el año que viene.

«Me gustaría que todas las personas cercanas a las que conozco experimentaran algo parecido a este campamento, para que vean que no estoy loco. Cuando se den cuenta de que la mayoría de las cosas que tenemos durante el año son secundarias, darán un gran paso en su crecimiento como persona. Y yo espero que sigamos creciendo juntos en este lugar tan especial», sentencia Luisma.