El «Niño» de Sierra Morena, Marcos Rodríguez Pantoja, desgranó la esencia vital que le brindó el criarse con una manada de lobos. «Yo no tengo amigos porque no puedo mantener una conversación, no sé de fútbol, no sé de política. Es un aburrimiento estar conmigo» decía. De lo único que sabe hablar en profundidad es de su vida en Sierra Morena, criado en una manada de lobos, y de un traumático regreso a la sociedad, de la salió, a golpe de palizas, siendo niño.

Su relato, en el transcurso de las Jornadas del «Lobo Ibérico, mitos y realidades», acaparó la atención de los participantes del curso celebrado el pasado fin de semana en la Escuela Micológica de Ungilde. Con 19 años, el Niño de Sierra Morena, «no sabía lo que era el dinero y me engañaron», se lamentaba a sus 66 años, tras una vida marcada por el maltrato familiar, la acogida de una manada de lobos y sus problemas ante la sociedad a la que tuvo que retornar. «Me trataron como a una cobaya» dijo. A los cinco años, el pequeño Marcos recibía paliza tras paliza por parte de su padre y su madrasta, una mujer «que no me quería». A los siete años fue entregado a vivir y trabajar con un cabrero. Comparó las palizas constantes de sus progenitores con la actitud de los animales y, en su criterio, «eso no lo hacen ni los animales».

«No sé si mi padre me vendió por el cortijo y un caballo rojo, o me cambió para poder usarlos». El padre «hizo un favor» al entregarlo, con siete años, a ese hombre que cuidaba cabras en el monte, del que tuvo que aprender a cuidar al ganado y a hacer las faenas, e incluso cocinar para poder comer: «o él estaba salvaje o yo aprendía». Cuando este hombre murió enfermo se quedó solo en el monte con su corta experiencia de vida. El cabrero que preveía su muerte le regaló un colgante con un colmillo de jabalí y «me dijo que no dejara apagar el fuego», pero «el pelota que andaba con él, llegó y vio que estaba muerto y se meó en el fuego y me lo apagó. Luego, sin fuego lo pasé muy mal». Solo en aquel valle, el niño intentó hacer un agujero para enterrar al cabrero y no pudo porque los buitres dieron cuenta del cuerpo y «no podía acercarme porque se me tiraban».

Una vez que se halló solo encontró unos cachorros y se puso a jugar con ellos, hasta que se metieron en la cueva «y yo me metí con ellos. Jugando me quedé dormido». «Cuando llegó la señora loba, me enseñó los dientes y yo me acurruqué al fondo de la cueva contra las rocas. No tenía salida». La hembra empezó a repartir entre sus crías la carne de un ciervo que llevaba. Marcos, muerto de hambre, le quitó el pedazo de carne a uno de los lobeznos, se acercó la loba «y me arreó una h. y se quedó mirando».

El cánido le tiró un trozo de carne y la incitó a comer «la loba no quería que le quitara la carne a sus cachorros». Marcos no se atrevía a coger la carne hasta que la loba lo volvió a incitar. El animal demostró más humanidad que su propia madrasta, que «con cinco años me mandaba a robar bellotas y cuando me cogían los guardas me pegaban y me quitaban las bellotas».

Desde los siete a los 19 años el valle y una cueva fueron su hogar, y la manada su familia. Su entorno y descubrimientos, como el fuego y el barro, determinaron su devenir. Se fabricó un plato con un tronco de alcornoque y experimentó cómo cocinar los alimentos en una poza de barro, hasta se fabricó un cuchillo.

Aprendió a aullar como un lobo más y a cazar con la manada, además de imitar a las perdices y las águilas con una planta silvestre, la gamona. También tuvo que descubrir, como un episodio práctico de prehistoria, a hacer fuego. Un día lanzó una piedra a una perdiz para cazarla pero falló y golpeó una piedra y vio que salía una chispa y se ahumaba el musgo. Repitió esta acción en numerosas ocasiones hasta que acercó un puñado de pasto seco para ver cómo salía más humo. Después de experimentar para ver el humo descubrió que volteando este apaño finalmente se encendió el fuego. Cada vez que quería castigar a los lobos encendía fuego, sobre todo cuando mataban alguna de las cabras que todavía tenía. Dio una lección clara: «todos matamos para comer», humanos y animales.

El día que los hombres le atraparon se defendió como la manada: a mordiscos, hasta que le ataron y le amordazaron para llevarlo al pueblo de Fuencaliente. Allí le metieron en una nave y los examinaron como a una bestia salvaje. «Me arrancaron los dientes para analizarlo».

La sociabilización no fue nada fácil. Cuando intentaron cortarle el pelo con la navaja se tiró a morder al barbero porque el cuchillo lo asociaba al hecho de matar. Un guardia mandó entrar a un hombre que pasaba por la calle y lo sentaron para que viera que la navaja era para cortarle el pelo. Tampoco sabía usar los zapatos y en sus pies tenía unas callosidades de andar por el suelo, además de tener una deformación en la espalda de ir doblado. Lo acogieron unas monjas. De la infancia pasó de golpe a la vida adulta. «Hice la comunión y al día siguiente me mandaron a hacer la mili» expresa este hombre ante una concurrencia que sigue su relato con expectación suprema.