Su breviario está abierto siempre en la misma página, la que pone libertad. Y así cocina, a su antojo, con una sola intención: hacer llorar de gusto al comensal. Ese es su catón: repetir lo que ya vivió en La Habana Vieja cuando una mujer, de origen fermosellano, después de una comida servida para recuperar los viejos sabores de la Zamora abisal, se le acercó con lágrimas en los ojos y le dijo emocionada: «Hijo, has conseguido que vuelva a mi tierra, tus guisos han sido el barco de regreso, me has hecho recuperar la memoria gastronómica, acabo de ver la luz de los Arribes, soy feliz». Por cierto, cocinero genial y mago capaz de hacer que la carne de cebú sepa a chuleta de ternera alistana. Milagro fue entonces que confundió a todos.

Así es Cecilio Lera, buscador incansable de sensaciones ocultas, no pare magdalenas en horno de adobes (aunque también podría), pero su cocina también le hubiera servido a Proust para recuperar la memoria de los tiempos perdidos. Su afán docente le ha llevado por el mundo donde ha dejado su reguero de sabiduría entre pucheros de fogones de pino y entre cocinas alicatadas con mármol de Carrara.

Nunca se para. Solo en los ambulatorios, las barras de los bares y las plazas de toros. Ni tan siquiera en política, donde siempre ha sido palanca del PSOE, su partido, al que siempre ha azotado con su condición de Pepito Grillo, temido por sus contactos y odiado por su incontinencia verbal.

Pegado a su pueblo como el barro al Valderaduey. Allí tiene su imperio. Y mando en plaza. Alcalde eterno de izquierdas (¿) en tierra de derechas. Ha hecho y ha desecho a su antojo gracias a la buena mesa del Mesón del Labrador por donde han pasado políticos de baja estofa y de alcurnia reluciente. Todavía resuenan los ecos del «no me jodas, José Luis, no convoques elecciones tan pronto», que le espetó a Zapatero cuando empezaba el «annus horribilis» del leonés y para conjurarlo, hizo parada y fonda en el Mesón del Labrador en compañía de Juan Vicente Herrera, un «amigo» que ha puesto al de Castroverde alfombra roja para exhibir su arte por las Españas, Exposición de Barcelona 92 incluida.

Pero si de algo está satisfecho el terracampino es de haberse hecho un nombre como muñidor de la cocina cinegética. Ahí si que no hay dudas, coinciden el populacho y el sancta sanctorum: sus habilidades como cocinero de caza brincan la infinita Castilla. Él, con estampa de chalán, tiene un don capaz de domesticar la carne de las piezas de caza, reviradas por el rigor mortis. Conseguir que en el plato una perdiz con berza y castañas se deshaga en la boca y sepa a sombra bendecida del julio más canicular, tiene mérito, y una técnica detrás que él no se calla, que los misterios cuando se cuentan respiran y crecen.

Artesano de la carne de monte, Cecilio Lera es capaz de estar casi dos semanas acicalando con mimo el bello cuerpo de la «patirroja», dorándolo con ungüentos, mimándolo con hierbas que se crían en los bajos arcillosos de los chaguazos. El arte es la habilidad de arrimar el ascua de la imaginación a la técnica y él lo hace como nadie, por eso es un artista de los fogones; por eso es un embaucador de políticos y gentes que viven sobre la espuma de lo publico. Nunca se calla, y eso que en otros es camino de perdición, en él es seña de identidad: lenguaraz ilustrado que adereza su discurso con la saliva de la experiencia. Se queda con todo el mundo, virtud que extiende a los animales: ahí están sus burras embobadas cuando las acaricia o los pichones, tontos, a los que habla de libertades y rocíos.

Desde ya y hasta el 2 de diciembre, el Mesón del Labrador (que ya es mucho más que Cecilio Lera; es, sobre todo, su hijo Luis Alberto y Minica, su mujer, y un servicio ejemplar) ofrece las XXIII Jornadas Gastronómicas de la Caza de Castilla y León, una plataforma histórica en la región, una mesa singular en España, donde se airea un mantel variado como lo es la cinegética castellana, amplio como el mapa de la región y exquisito como las meriendas de siempre en las bodegas de antaño (por cierto la familia Lera tiene una cava que es una joya y que fue excavada entre los siglos XVI y XVII, y una posada que le da la réplica ideal).

¿El objetivo? Superar las 800 comidas de otras ediciones. No será difícil porque lo que se ofrece no se encuentra en ningún otro sitio; tiene ese aura excepcional que solo aflora en contadas ocasiones, el sello de un tipo que se pasea todos los días por el parque Barack Obama; sí, sí, junto al loco y despeinado Valderaduey.