En estos tiempos en que nadie quiere saber de su pasado y todo lo que huele a pretérito se mancha de tintes oscuros, tiene mérito mantener las tradiciones, unir el sentir de las generaciones ya desaparecidas y de las que están aquí, venteadas por mil vicisitudes. Poner el mayo. ¿Y eso para qué sirve?, se pregunta el moderno. Para nada práctico, desde luego. Para sentir el hombro del vecino, para respirar -y empujar- juntos. Clavar un palo en las entrañas de la tierra. Vaya estropicio. Sanzoles lo acaba de hacer y tiene mérito en estos tiempos. Volver al principio. Y hacerlo a puro huevo. O casi. Levantando la viga a empujones, metiendo los riñones. De forma más rústica incluso que lo hicieron en la plaza del Vaticano con el monolito egipcio, allá por 1586, que ya ha llovido.

No hubo 150 caballos ni 900 hombres ni Brescia de San Remo gritando «mojar la maroma» para que no se rompiera por los cabos menos prietos. No. Hubo siete quintas: Tamara, Verónica, Indiana, Diana, Azahara, Aidén y María, sus familiares y un puñado de vecinos con ganas de colaborar, que es de lo que se trata.

Poner el mayo tiene la función de unir, de hacer grupo, de sacar a los vecinos de sus casas y de los bares y llevarlos junto a la plaza de toros. Allí espera la viga y la empalmadura (que palabra más bonita, apuntarla para el concurso de internet). Un poco de orden, alguien que dirija (qué difícil es hacerlo bien, que se lo pregunten a los políticos, que navegan permanentemente en un mar de confusiones) y arriba, poco a poco.

Poner el mayo es cumplir un rito que seguramente suma miles de años, que posiblemente nació en el Neolítico y que no deja de ser más que un agradecimiento a la tierra, a todo lo que ella nos da y nos ha dado, que hace que sigamos vivos. Lo antropólogos han ido más allá y han visto en el gesto un afán de fecundación, una ceremonia de religión animista, el falo que entra en Gea, abierta y húmeda por las lluvias de abril.

Las quintas de Sanzoles -este año no hay quintos, cosas del desierto poblacional- están cumpliendo con creces la tradición y animando la vida social de una localidad, que como todas las demás de la provincia, camina somnolienta, nostálgica y resignada hacia un futuro en el que pintan bastos. Salvo que haya unos cuantos que entiendan que poner el mayo y otras tradiciones es devolver la vida a lo que parece muerto.