Es un rito que todos los años se repite a caballo entre la Navidad y San Juan. Sanzoles se vuelca en su fiesta más auténtica. Se deja llevar por la tradición y por la pulsión de la sangre. De generación en generación, la llamada toca a unos y otros que cumplen con una parafernalia no escrita, casi sin querer. El Zangarrón es un elemento de unión que hace piña, que asusta los malos humores, que pare convivencia y buen rollo.

Nadie sabe por qué. Nadie conoce esos hilos que envuelven la celebración y hacen crecer el orgullo colectivo. De padres a hijos, el «veneno» está en el aire y toca a unos y a otros. La familia más unida que nunca, disfruta como en ningún otro acontecimiento del año. Es la sombra de los que ya se han ido y el hueco para los que van a llegar. Ahí está el misterio.

Santiago Garrido fue el quinto encargado de encarnar el Zangarrón. Sueños y responsabilidades que se perdieron en sudor; siempre el recuerdo del padre, la lágrima de la madre, el cariño de los hermanos.

Los danzantes van y vienen, pegados a las castañuelas, que resuenan más claras que nunca, imitando la mañana, de blanco acero, de puntiagudo frío. Tanis Hernández dirige la función a toque de tambor, cual flautista de Hamelín que lleva pegado a él una masa informe, que no se está quieta, que se arremolina sobre la figura central de la fiesta, de movimientos sincopados.

Están todos, como todos los años: Esteban, Benito, Manolo, José Ignacio, Jaime, Heliodoro, Toñín, José Antonio, Fiden... La lista se congela en una mañana bañada en carámbano, en sombras luminosas. El ruido, a veces, se hace inaguantable. Suenan los cencerros desaforados, repletos de agujetas tras un año de descanso en desvanes y sobrados. Las castañuelas, a lo suyo, chascarraschás, chascarraschás y venga y venga. Huele a humo de encina, a sudor, a alcohol descompuesto en mil continentes. Hay movimientos sin control. El vergajo sube y baja, sin descanso. Da igual, no duele. O eso parece.

Los danzantes, ataviados con capotes, desfilan en formación de pasacalles. Los mozos se echan encima. El Zangarrón tiene que soltar la mano: «Leña, dale, que le duela...», grita alguien de entre la masa. Los corredores están ataviados con abrigos viejos, ropa gorda que quite el frío y «dulcifique» el latigazo del vergajo.

El recorrido dura poco más de media hora. Desde la casa de los quintos hasta las cuatro calles, en la carretera de Zamora. Allí se baila el Niño, el baile más popular.

Jose Javier, Antonio Domingo y José Alonso presumen, satisfechos: ya está el expediente de solicitud de la celebración como fiesta de interés nacional. Un hito, si se consigue. Se va a conseguir. El periodista les informa que también está muy avanzada la solicitud a la Unesco para la declaración de las mascaradas de invierno de España y Portugal como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Los valores tradicionales necesitan ser preservados, cuidados y mimados. El ámbito rural está herido y la sociedad debe hacer todo lo posible para que la situación no empeore. Por eso hay que conservar las tradiciones, las manifestaciones populares. El Zangarrón tiene que permanecer vivo. Es responsabilidad de todos.