Las imágenes en blanco y negro de una Sanabria deforestada hieren las retinas de los espectadores, acostumbrados a un vergel que, medio siglo atrás, se asemejaba a un triste paisaje de la estepa. El cortometraje «Carta de Sanabria», de Eduardo Ducay, pinta una comarca paupérrima, en la que dos o tres arbolitos, carrascos que no robles, han sobrevivido dos palmos desde la raíz a la extrema necesidad de sus habitantes. A pesar de las interminables charlas en los hogares de los emigrantes sanabreses, Ducay llegó, sin duda, más preparado para toda aquella desolación tras leer los versos de Unamuno: «En efecto, la trágica y miserabilísima aldea de Ribadelago, a la orilla de San Martín de Castañeda, agoniza y cabe decir que se está muriendo». Mi padre había sido más descriptivo. Cada vez que nos quejábamos de algún desastre en el paraíso de nuestra niñez, contestaba implacable: «No tenéis ni idea, todo esto no existía, cuando un árbol medía una cuarta ya servía para leña». Y así es la Sanabria rodada por Ducay en 1954: inesperadamente árida, desconocida para la mayoría de los que, paradójicamente, descendemos de esas tierras aunque no las conozcamos tan bien como creemos.

Ducay rodó «Carta de Sanabria» como un corto de propaganda para la Hidroeléctrica Moncabril. La crudeza de la realidad le obligó a replantearse el filme durante la marcha y, aunque el resultado final de los 14 minutos que se conservan no fue el de un documental neorrealista para el que tan bien se prestaba el escenario, nunca unas imágenes dejaron tan en evidencia la falsa retórica de los Nodos en aquella posguerra infinita que siguió a la contienda del 36. Entre el material salvado se incluye una colección de fotografías, algunas de las cuales se proyectaron con el filme en uno de los pueblos que albergó el rodaje, San Martín de Castañeda. Desde casi cincuenta años atrás, decenas de rostros infantiles y de otros personajes ya ausentes se encarnaron en la pantalla durante la proyección celebrada el pasado fin de semana en el salón de actos del monasterio cisterciense del pueblo.

Al principio, el silencio, la estupefacción. Luego, los recuerdos comenzaron a aflorar. «Ese es Amando, y detrás está Pacochín, ¿no están por aquí?». El que habla es Santiago Navarro, don Santiago, el maestro, de vuelta al pueblo después de tantos años, y que va señalando a las risueñas figuritas que salen sonrientes y en estampida de una casucha con armazón de madera, la escuela. Y Pacochín se levanta de entre el público. Conserva casi la misma mata de pelo rebelde, aunque le cambió el color a blanco. Es abuelo, sus nietos juegan afuera. Vive en Madrid, como tantos otros. Ducay arribó a San Martín de Castañeda, «un pueblo más estético que Ribadelago, aunque con el mismo fango», el 14 de diciembre de 1954. No hacía demasiado frío, pero la oscuridad se hacía total al anochecer. No hay luz eléctrica pese a que, sierra arriba, el agua del Tera, del Cárdena, estaba siendo domesticada con piedra y mortero. Los hombres llegaban deslomados de la dura jornada y la penosa travesía campo a través. Algunos de ellos deberían estar todavía en la escuela, pero el exiguo jornal de Moncabril les abría las puertas a un universo hasta entonces inalcanzable.

«Cuando se habla de Moncabril, todo el mundo recuerda la tragedia de Ribadelago, pero nadie menciona una labor social importante que yo conocí de cerca porque, a petición de la empresa, llegué a dar clases a adultos y venían cada día a buscarme en taxi. Visitaban las escuelas para ver si algún niño despuntaba y preguntaban por las necesidades de la gente», reflexiona en alto el maestro Santiago, contemplándose a sí mismo en la pantalla como un joven espigado. Tenía 23 años y ejerció hasta el 56 en el mismo destino. «Tuve que hacerme con el cariño de la gente, tratar con los mozos. ¡Ay, si tuviera que cobrarme los cafés pagados en casa de Tío Julio!».

Quizá Santiago Navarro haya acertado al explicar la relación ambivalente que muchos sanabreses mantuvieron con Moncabril. «Aquel es un trabajo realmente infernal (…). Los sueldos van a de 25 a 8 pesetas por metros de perforación. Hay días que se dan mal. Los barrenos levantan poca piedra y entonces se cobra poco. Los hombres sudan, hace calor, respiran mal, tosen», escribe Ducay. A pesar de la explotación, de los exiguos salarios, de haber pagado con la vida su falta de cualificación y experiencia en perforación de túneles y barrenos, a pesar de la inmensa morgue en que la negligencia transformó Ribadelago sólo cuatro años después del rodaje, la Hidroeléctrica sirvió a la mayoría de sus obreros para adquirir una formación mínima con la que abrirse camino. Aunque ese camino fuera el de la emigración si la silicosis no los había varado a mitad de trayectoria.

«La encargada de la Obra Social era Mari Carmen Mancisidor. San Martín fue uno de los primeros sitios donde se repartió leche en polvo. Venía en unos grandes tableros de madera que se partían a la mitad y se utilizaban como cunas para los recién nacidos «, continúa rememorando el maestro, al que cineasta retrata como «un chico muy joven, que lleva allí un año y que al principio está muy tímido. Le pedimos que nos encamine hacia la escuela de niñas y viene enseguida muy gustoso, porque la maestra es su novia».

Benilde Lanseros García, la maestra de las niñas, también ha vuelto a San Martín de la mano de su esposo, el muchacho flacucho de la película. Ambos están sentados en primera fila. Su escuela sirvió como preventorio del Frente de Juventudes. Por eso tenía «flechas pintadas por todas partes. La maestra es muy jovencilla y al principio está también algo avergonzada. Tiene 20 o 25 niñas, algunas preciosas».

Entre ellas, en la foto grupal, peinada con trenzas y como al amparo de Benilde está Josefa. Ahora luce el pelo corto y sus ojos centellean con el reencuentro. «¿Te acuerdas cuando fuimos de excursión a Valladolid, tú viniste?». «Sí, claro, claro que me acuerdo». Cómo olvidar la primera vez que descubres un mundo más allá de las montañas que amurallan tu destino. Benilde venía de Salamanca, le costó algo adaptarse a aquella aldea apartada en la que vivió con su hermano durante dos cursos. «La gente era buena, cariñosa. A pesar de que los veías con necesidad, compartían lo que había. Recuerdo que caí enferma, con gripe, y venían a traerme chorizos. Yo me sentía incapaz de comerlo, pero no quería hacerles un feo, porque enseguida te decían, claro no quiere comerlo porque nos ve así, pobres». «En este pueblo no se cerraba jamás una puerta. La unión y la humildad te impactaban», asevera su marido, Santiago.

La improvisada reunión de antiguos alumnos tiene lugar en el mismo lugar que visitaron con Ducay. «La iglesia es muy vieja, con cosas románicas, góticas, barrocas y platerescas, todo revuelto. Y es pura ruina (…) Esto es España, abandono y ruina». Medio siglo después, el Monasterio de San Martín de Castañeda sigue aguardando la intervención definitiva para rescatar uno de los centros más importantes del Císter. Aunque lentas, algunas cosas van cambiando. Otras se conservan, como la cara de entusiasmo de Tomás. «Tomasín, Tomasín», le reclama Don Santiago. Y él, obediente, acude a su lado. «Soy el que sale en la foto con Don Santiago y con su hermano. Hoy voy a repetirla de nuevo».

Santiago y Benilde encontraron un pueblo que comenzaba a creer que la única posibilidad para sus hijos e hijas se la daría la educación. «Mi madre me obligó a ir hasta los 14 años, aunque yo no quería, porque me veía muy mayor», afirma Carmen, una pequeñaja de grandes ojos oscuros que aparece agazapada en la fila de abajo de una foto de grupo. Los maestros se convertían en guías, en ejemplo a seguir ante lo desconocido, como aquella vez que los llevaron a vacunar contra la viruela. «Vino el médico preparado y yo fui casa por casa, llevé a los chicos, cerré con llave y me arremangué la camisa. Fui el primero en vacunarme y detrás de mí, el resto, sin problema alguno», cuenta divertido Santiago.

Los chicos dejaron la escuela por un trabajo en la gran ciudad, aunque jamás renunciaron a sus orígenes. Superada la miseria, aún quedan en sus miradas mudos agradecimientos hacia Santiago y Benilde, quienes, sin saberlo, hicieron llegar la luz a sus casas mucho antes de que la electricidad fluyera desde el Moncalvo.