«No me lo creía, allí delante de mí estaba el doctor Benito Vilar Sancho. Después de 43 años, me lo presentó mi hijo José Javier: éste es el médico que te operó, ¿cómo no me iba a acordar? Me salvó la vida y eso no se olvida nunca. Cada noche lo recuerdo». Pascual Sánchez, de Sanzoles, pasados ya los setenta hace unos años, rememora así el momento vivido hace unos días en Ibiza. Gracias a sus hijos, y como regalo de su bodas de oro, volvió a departir con el doctor que le operó de un raro cáncer facial. «Fue un momento extraordinario, tantas vivencias, tanto agradecimiento, me quedé parado, como si lo que estaba ocurriendo no fuera verdad». Pero sí lo era, un momento muy real y cargado de emotividad que ya nunca olvidarán ninguno de los dos protagonistas ni tampoco sus familiares.

La historia de la relación entre Pascual Sánchez y el cirujano Benito Vilar Sancho vale una vida; mejor, 43 años, los que han pasado desde que lo operó en el hospital «Ramón y Cajal». Después de la intervención quirúrgica, muy complicada, todo ha sido un regalo. Como el de la presencia del doctor, ya octogenario que ahora vive en Ibiza.

La vida en común de Pascual y Angelita (su esposa y mucho más) empezó como la de miles de zamoranos, fuera de su tierra, de su Sanzoles natal, en La Coruña, donde a principios de los años sesenta se fueron a trabajar. Allí Pascual cayó enfermo y empezó el calvario. Dos hijos pequeños: Pedro y José Javier, y un destino en el horizonte. Todo se vino abajo por culpa de un epitelioma, un tumor cutáneo maligno muy agresivo.

Empezó el peregrinaje por los hospitales, con unidades especializadas en dicha enfermedad. Primero fue Guadalajara, donde el mal se detiene provisionalmente por el efecto de la radioterapia, entonces muy destructiva. Allí Angelita, el día que ingresó a su marido, sola y sin dinero, salió del centro hospitalario y se puso a llorar su desgracia en un portal. Una señora la consoló y le indicó una pensión donde la acogieron a cambio de trabajo, que le pagaron con un sueldo que ella no se creía. Nunca podrá agradecer a don Víctor y doña Leo y a sus sobrinos Charo, Conchi, Merce y Arroyo todo lo que hicieron por ella.

Pascual estuvo ingresado muchos meses con un calendario repleto de sesiones de radioterapia. Un martirio. La enfermedad no se aplacó, todo lo contrario, creció y creció. La situación era desesperada. Traslado a Madrid, al hospital «Ramón y Cajal», en busca de una solución que los especialistas veían poco posible. Lejos estaban los hijos, al cuidado de sus familiares. Allí apareció el doctor Benito Vilar Sancho. Le dijo a Angelita: «No se preocupe que a su marido lo salvo yo». Y se puso manos a la obra.

Interminables operaciones para erradicar el mal, para reconstruir la cara de Pascual, desarmada por los tratamientos y el epitelioma. Pascual lo dice: «Era un artista del bisturí, cortaba lo mínimo, ajustándose lo más posible». El tratamiento duró muchos meses, pero al final dio resultado. Pascual se curó y volvió a vivir, a trabajar.

Primero en Valladolid y después en Sanzoles, el pueblo natal del matrimonio. Siempre en todas sus vivencias, las de los dos, ha estado presente el doctor salvador, el que acabó con el infierno y abrió nuevas esperanzas. «¡Claro que me he acordado muchas veces del doctor Benito Vilar, pero nunca pensé que volvería a verlo!». Pero, a veces, el destino juega con quien tiene al lado. Y una vez más volvió a hacerlo. Aunque en esta ocasión contó con la ayuda de los dos hijos de Pascual: José Javier y Pedro. Fue el primero quien empezó a encargarle algunas cosas. Antes preguntó a su padre: «¿Tú crees que vivirá el doctor Vilar?». Y su padre le contestó sin dudar: «Seguro que sí, ese tío no se tenía que morir nunca, los que hacen bien, deberían vivir siempre, y al revés con los que hacen mal».

José Javier encontró la oportunidad pintiparada en las bodas de oro de sus padres, que ya estaban en el horizonte y se puso manos a la obra. Google es un libro abierto y de él se aprovechó. Allí encontró muchos datos del cirujano que le sorprendieron. Era todo un personaje, un médico muy conocido y aplaudido por su labor. Lo demás vino volando. Se enteró de que vivía en Ibiza tras pasar por la fundación abierta en Madrid y que dirige su sobrino y eso fue un acicate, porque allí también reside una hermana, Flora, y la familia de Pascual. Lo demás fue cuestión de trabajo y de buen hacer, de pequeños engaños, de convencer a sus padres de que debían celebrar sus cincuenta años de casados en las Baleares, un destino idílico, ¡qué mejor ocasión para volver!

No fue fácil, porque Pascual está delicado del hígado y cada vez le cuesta más salir de casa. Pero lo convencieron, cómo no. El avión, qué miedo, fue un momento y a finales de octubre se plantaron en Ibiza. Todo estaba preparado y dispuesto. Toda la familia cómplice, expectante ante lo que iba a pasar, un momento emotivo, inolvidable. Y así fue.

El encuentro fue en un restaurante de Sant Antoni. Pascual, muy feliz, toda su familia reunida. De repente, José Javier desaparece. «¿Pero dónde ha ido», preguntó varias veces. Al momento, llegó con un personaje risueño, apacible, que lo primero que preguntó fue: «¿dónde está Pascual? «Me cagüen», dijo éste, «¡Pero si es el médico, el doctor Vilar!». Y los dos se abrazaron en un interminable abrazo. Y todos: Angelita, José Javier, Pedro, Rosa, Lina, Flora, José Antonio, Lali, Mari Carmen..., se emocionaron y lloraron.