Antaño, cuando aún era joven, la cantilena de los niños de San Ildefonso desgranando las tablas de la lotería, marcaba el pórtico de la navidad. No había televisión y uno se pegaba al receptor de radio esperando el momento en que los cantantes cambiaban de tono y repetían hasta tres veces el número agraciado con el gordo. Luego, todo eran revuelos, repasar los décimos, la pedrea, el reintegro, y al final, cuando todo volvía a la normalidad y de nuevo, como cada año, con resignación, nos conformábamos con la salud, canturreando los tradicionales villancicos, pensando en los inmediatos festejos navideños: la cena en familia en la noche buena, el fin de año, los cotillones, la noche mágica de reyes y de nuevo la vuelta al trabajo, a la escuela, a la vida normal.

La suerte pasaba a nuestro lado dándonos la espalda como esa ráfaga de aire frío que arremolina las hojas secas y las amontona en los rincones, donde no llega el viento, y sí la cencellada.

Pero, ¿en realidad existe la suerte? ¿Alguien puede pensar que nuestra vida esta movida por hilos invisibles? Que los hados son tan caprichosos, que nos protegen o nos ignoran.

Richard Wiseman, autor de Nadie nace con suerte, nos viene a decir que la fortuna es un producto de nuestro pensamiento y de nuestro comportamiento, una cualidad que podemos desarrollar. No me lo creo. No creo que haya una mano que nos guíe o nos lleve por el camino correcto, solo si lo ligamos a la superstición.

Yo quiero creer que esa suerte existe tal y como la define la RAE: "encadenamiento de los sucesos, considerado como fortuito o casual". Es decir, estar en el lugar oportuno y en el momento oportuno. Mi idea racionalista me hace pensar que todo evento tiene una causa, lo que viene a traducirse como causalidad y no como casualidad.

La suerte es lo que sucede más allá del control de la persona, algo que no se puede manipular por muchos amuletos, ritos, exorcismos o rituales que empleemos. Ni el perejil de San Pancracio, ni la pata de conejo serán capaces de inclinar la suerte a nuestro favor.

Todo es accidental. Pero es uno de esos acontecimientos que aparentemente se puede analizar si observamos a esas personas a las que una y otra vez esa fortuna les visita con asiduidad. Cuando una y otra vez la lotería, las quinielas, cualquier sorteo al que se arrimen, son compensados con premios suculentos mientras que otros jamás reciben una retribución a lo largo de su vida.

Sin saber por qué, alguien te lleva o vas solo al lugar donde, llegado el momento, caerá la suerte o puede que pases de largo y luego te lamentes de no haberte detenido porque ni el número, ni la persona te transmitía buenas vibraciones cuando en realidad te estaba invitando a que lo comprases.

Luego, tras el sorteo, lo lamentas y vuelves a pensar que la suerte es muy caprichosa.

Y así un año y otro año, sorteo tras sorteo, pero nunca renunciamos a seguir probando por aquello de que algún día podemos ser nosotros los agraciados.

Al final, lo de siempre: lo importante es la salud y creo que en eso si hemos acertado.

Las luces, el muérdago, el papá Noel, nos acerca a una navidad que poco a poco vamos paganizando alejándola de toda connotación religiosa. Se esconden los nacimientos, se minimiza la figura de los Reyes Magos y todo lo reducimos a los festines gastronómicos sin importarnos el precio que alcanzan por estas fechas lo que ayer estaba al alcance de cualquier bolsillo. Es bueno reunirse en familia, quizás ese sea el milagro de la Navidad.

Enterramos ingratitudes, desprecios, enfados y distanciamientos y por unos días o por una noche, todo es un vivir de recuerdos que hacen asomar las lágrimas en los ojos.

Pero todo esto nada tiene que ver con la suerte.

Según nos cuenta Ovidio en su Metamorfosis Pigmalión, rey de Chipre, buscó durante muchísimo tiempo a una mujer con la cual casarse. Pero con una condición: debía ser la mujer perfecta. Frustrado en su búsqueda, decidió no casarse y dedicar su tiempo a crear esculturas preciosas para compensar la ausencia. Una de estas, Galatea, era tan bella que Pigmalión se enamoró de la estatua.

Posiblemente este mito es el que mejor resuma de qué manera funciona la suerte. Personas que consideran que van a fracasar suelen mantener una actitud más tensa y ansiosa frente a los retos de la vida, lo que provoca, a su vez, que su habilidad para reparar en lo inesperado se reduzca. Por el contrario, las que piensan que son afortunados suelen lanzarse a aceptar retos o a probar si en realidad son agraciados.

Yo que soy uno de esos millones de desafortunados que nunca he podido descorchar una botella de cava y brindar por el momento, no me doy por vencido y apuesto y sigo apostando por que un día la suerte me visite.

Nuestros pensamientos determinan nuestra conducta y nuestra realidad. Si piensas que te va a ir mal, te va a ir mal. Pero si estás convencido de que te va a ir bien, estás dando un paso muy importante para lograr el éxito en aquello que deseas Jamás debemos de achacar a la mala suerte nuestros errores, podemos errar, pero no constantemente. Llegado a este extremo solo nos queda el conformismo, aceptar las cosas como nos llegan e intentar ser felices con lo poco o lo mucho que nos conceda la vida.