Si tuviera que elegir entre todos los preludios de óperas o de zarzuelas que he ido escuchando a lo largo de mi vida, lo tengo muy claro; volvería a escuchar el de La Traviata.

Comienza con un largo silencio que, aun siendo silencio, sabemos que está ahí, percibimos su presencia, esa presencia que se va haciendo música real a través de los violines cuyas cuerdas apenas rozan el arco para ir dando forma estructural a la melodía.

De idéntica forma ocurre con este tiempo anterior a los encantos de navidad.

Cuando ya las luces nos lo recuerdan y los viejos villancicos suenan a destiempo como reclamo publicitario y no como lo que en realidad son y para lo que fueron compuestos y escritos.

Es este tiempo anterior cuando todo está preparado, vigilante, esperando que llegue el día. Y los árboles, los belenes, las guirnaldas, todo cuanto ha de brillar, transformen las calles de la ciudad en luminarias.

Recuerdo este mismo tiempo de espera a la edad de ocho o nueve años y que, como bien escribe Luis Rosales: "El Belén que aún era chico cuando nosotros nos dormíamos cantando?"

Las cajas de cartón, en cuyo interior reposaban las figuras, abiertas sobre la mesa del comedor. Las casas de corcho, sobre cuyos tejados dormía la nieve hecha harina de años anteriores; y las ovejas, los pastores, las gallinas, los patos, esperando ser restaurados para volver a nadar sobre el río de cristal o pacer de la hierba con la que confeccionaba los prados.

Era como ese preludio silencioso de Verdi que me hacía abandonar otros juegos para poner a punto el nacimiento.

Y es que, lo neguemos o no, ocultemos nuestros sentimientos o los hagamos aparecer ante los demás, el Belén, nos hace niños. Cosa esta que no ocurre bajo el árbol, por mucho que lo recalquemos de regalos y de lucecitas parpadeantes.

Eran noviembres cargados de nieblas, de escharchas, de escasas nevadas, pero si de intenso frío. Se podía caminar sobre las lagunas completamente congeladas y chupar los goteos de canalones que la noche había convertido en pinganillos de hielo.

Entonces no había encendidos eléctricos que iluminaran las calles. Entonces los jueves, los pavos cacareaban dentro de las jaulas en la plaza de las gallinas, y los lechones de orejas grandes y amoratadas por el frío, dejaban su gruñido y su tufo pasando de unas manos a otras tras el trato.

Entonces, Felisina, o el Roquilario, amasaban el pan haciendo ascender por la chimenea de sus hornos el olor a encina quemada. Los matarifes afilaban sus cuchillos y, llegada la matanza, los críos, nosotros, reíamos en torno a la hoguera dentro de la que se chamuscaba el gorrino esperando el regalo de sus pezuñas, de su rabo, o de su vejiga, para confeccionar las zambombas.

Y todo eso se hacía o se vivía en silencio, sin alterar para nada la marcha de cada día. Ya llegarían las vísperas, las vacaciones, la cercanía de la navidad para dar rienda suelta a las alegrías.

Nos hemos acostumbrado a adquirir la lotería de navidad en agosto, aunque el pistoletazo de salida lo marque el tradicional anuncio del sorteo que año tras años llega para remover sentimientos y nostalgias con su sensibilidad bien estudiada. Y nos dejamos seducir y volvemos a soñar con la esperanza de que este año sea el definitivo. Las burbujas nos arriman a lo sensual como si su no existencia o la carencia de ellas, hicieran las fiestas más aburridas.

Estamos en pleno Black Friday, otro invento americano que nos incita al consumo y que pondrá en jaque a más de una tarjeta de crédito, pero algo habrá que comprar, con o sin etiqueta negra. Aunque yo prefiero el rojo del otro invento, también americano: el de Santa Claus.

No sé por qué llegamos a creer que en los pueblos pequeños solo pueden ocurrir hechos sin trascendencia o acontecimientos a medida. Admitimos la sequía como mal menor porque a pocos metros de nosotros vemos los ríos con cauces escasos pero que transportan agua. Solo cuando llegue el día en que nos impongan las restricciones, nos daremos cuenta de su carestía.

Seguimos el curso de nuestra historia repitiéndonos año tras año el mismo vicio, el mismo paseo o el mismo ir y venir. Pocas veces tomamos el pulso a la vida, acaso en este mes de silencio, en este preámbulo de navidad en el que echamos de menos a cuantos nos han acompañado, a cuantos hemos conocido y con cuantos hemos jugado, amado o nos hemos dolorido.

Pero esos recuerdos los guardamos en silencio, asomamos a ellos sin estridencias porque pueden hacernos daño. Reducimos el nacimiento a un portal de Belén y unos magos. Nos sobra espacio. Para qué las montañas, los prados, el rio, la hilandera, el pastor, la oveja, el molinero?Ya no existen ni en la vida real. Bueno, tampoco existen los reyes magos, pero deben de presidir un lugar en la casa porque son figuras que siempre han coexistido con nosotros. Al árbol lo desechamos una vez llegado enero, pero las figuras de terracota, las envolvemos en papel y las transportamos a sus cajas para volverlas a limpiar o repintar el próximo año.

Cuando tras la magia de los violines la orquesta interpreta la melodía del preludio, el alma se despereza. Sentimos la necesidad de la música porque el silencio nos hace daño.

Noviembre es un mes oscilante que parece no encontrar acomodo en el calendario. Tiemblan las últimas hojas en las ramas desnudas de los árboles y al mismo tiempo asoma el sol de San Martino invitándonos a buscarlo en las solanas e improvisar una tertulia para hablar siempre de lo mismo: los achaques que nos aquejan, lo mal que va el gobierno, lo caro que se ha puesto todo y la imposibilidad de que nietos e hijos puedan abandonar el hogar paterno y fundar el suyo propio. Y cuando el sol se va, cada uno regresa por donde ha llegado convencido de que buena parte de sus penas las ha compartido o se ha deshecho de ellas con la ayuda de los demás.

Noviembre esquilma las huertas, pues arrancamos lo que queda: el cardo, la berza, la patata, la coliflor. Por el suelo, entre la hojarasca, la manzana caída y agusanada que lentamente se va pudriendo. Y la tierra reseca, descansando, fatigada de tanto parto, abiertos los surcos que parecen marcar otro preludio: el de la esperanza.