Vaya por delante que por mis venas fluye sangre sanabresa.

Había una coplilla perdida que corría por Puebla y que más o menos venía a decir:

"Atilana, la de Tiedra/ saca el toro del toril/ donde le esperan todos/ para poder combatir. / Luego llegan la Manuela, / la Aurelia y la Filomena/ y pone las banderillas Matilde la carcelera".

Pues bien, esa tal Matilde, era la tía carnal de mi madre, por lo que ésta tuvo el privilegio de nacer bajo el "macho" del castillo.

Hubo un tiempo en el que en nuestra casa convivieron mis tías y me abuela, siendo, como es lógico, las referencias constantes a La Puebla de sus juventudes y a la Sanabria de sus recuerdos.

De ellas aprendí viejas canciones, coplillas, cuentos y costumbres. Por el largo pasillo de la vivienda, mi tía Benicia, llegada la navidad, improvisaba una parafernalia haciendo que me aprendiera de memoria y recitara los versos del reinado, un auto sacramental que se escenificaba en el interior de la Iglesia de la Virgen las Victorias y cuya celebración tenía lugar en la noche de reyes.

Jamás regresaron a Sanabria y murieron con la nostalgia soñando en volver algún día a subir la revuelta de Peporro y retomar la tertulia interrumpida a la puerta de las Bicas.

Aquella nostalgia era contagiosa, y más, si se alimentaba con las manzanas, las castañas, que la tía Petra nos enviaba cada año desde Paramio.

Crecí y les prometí que mi primera visita la haría en su compañía y a través de sus ojos.

Cuando tuve la ocasión así fue y mi lágrima, por otro lado, fácil, afloró al poner el pie en el Arrabal. Descubrí la garita de la que tanto me hablaban y lentamente ascendí acercándome al corazón de Puebla. Sin haber estado nunca, pude recorrer sus calles con los ojos cerrados y, a cada paso, esperaba encontrarme con toda aquella gente de que me hablaron.

Los bancales de sus huertas, sus atajos, sus comercios, sus balconadas mirando al río? Pero, sobre todo, el castillo. Un castillo tan vinculado a Benavente por haber sido propiedad, lo mismo que sus tierras, de los Pimenteles.

Sanabria no era como yo la imaginaba, como ellas me la pintaban, de colores

puros y siempre verde. Sanabria era para mí una sucesión de grises, grises de pizarra, de piedra, de cielos, de corredores de madera que se caían soportando su vejez. Así pasó a ser éste color el lenguaje empleado a lo largo de mi carrera, cuando me he referido a ella con mis pinturas. Pueblos por los que me perdía. Pueblos llenos de silencio y de abandono. Pueblos exactos que configuraban la Sanabria milenaria.

Las espadañas de las iglesias que en los días soleados marcaban sombras profundas. Pórticos pobres en filigrana, pero ricos en la serenidad de su piedra berroqueña que se imponía con solemnidad a la algarabía profana de las edificaciones que lentamente las han ido asfixiando. Hay que sujetarse la pena al ver como una a una las viviendas primitivas han ido sucumbiendo en aras de la modernidad, lo que en otro tiempo fueran ventas, casas de labranza o simples barrios anejos a la ciudad. Los miradores de madera, los portalones, los muros de carga, sillares y mampuestos labrados. Esquinas resueltas con piezas de gran tamaño trabadas a soga y tizón, puertas carreteras, todo ha sido sustituidos por modernas cristaleras, cerramientos de aluminio y teja curva reemplazando a la pizarra.

Porque Sanabria era esa tierra olvidada a la que se acudía una o dos veces al año en tiempos de estío a comer la tortilla a las orillas del lago.

Pero aún hoy, uno puede perderse por Trefacio, Pozas, Pedrazales, Ungilde, y dar con la esencia de lo que fue esa Sanabria pobre rodeada de castañales, de prados y fuentes donde florece el berro o la moruja.

Y me preguntareis porque menciono hoy esta tierra alta de nuestra provincia, y os contesto: porque Sanabria festeja ahora su primavera. Aquí, el otoño se convierte en sinfonía de colores que ocultan ese gris triste o lo hacen desaparecer bajo la insistencia de mil tonos que van desde el rojo hasta el violeta. Donde se dan cita los amarillos con los azules y los verdes se multiplican en verdes distintos de los prados que se pierden entre los ocres de los arbustos que comienzan a desnudarse. Dentro de unos días, todo volverá a ser como cualquier invierno: un monocromo color, unos árboles pelados que nos hacen recordar el frío intenso o nos acerquen a la nieve que ya cubre los penachos de la sierra.

Hoy, recorrer despacio las calles de Puebla, es ir adentrándose en su historia

Me gusta diseccionar los pormenores del paisaje y reducirlo a meros apuntes de color, pero la luz imaginada o que invento, difícilmente podría soportar la composición. Los violetas, que comulgan y conviven perfectamente buscando su sentido frío en la composición de toda sombra, luchan entre si indagando ese gris particular y tan mío, ese gris sombrío, que se desangra en su caminar hacia la fusión con el negro.

Aquí aparece la piedra berroqueña a mostrarnos su hermosura y en los corredores, podemos descubrir la beta del castaño o del roble, aunque eche de menos el color azul con el que las ocultan en el reducto de alguno de los pueblos mencionados.

Cae la hoja y en ese mismo instante comienza la nueva floración.

Aquí se puede marchar a la deriva porque esta tierra es capaz de despertar los más íntimos y encontrados sentimientos.

Uno contempla el rio Tera y ve aparecer sobre su lenta superficie la figura del cisne blanco que lleva tras su estela la reata de las crías.

Y en esto, como ayer, nos llega el sonido del cascajo de cualquier reloj o campanario para advertirnos de que es la hora del ángelus y que el sol está en todo lo alto del meridiano. El estómago nos advierte de su hambre y entonces, buscamos donde satisfacerlo con un buen caldo sanabrés o, ya en este tiempo, el farinato.

Tras el paso por Sanabria, uno regresa a casa sosegado, libre de cualquier tensión, llevando consigo la recarga positiva que nos libera del maldito estrés y de las prisas.

Por eso huyo del verano, de ese transcurrir constante, de ese gentío que se amotina en las playas de lago convirtiendo a éste en una bañera de recreo. Me quedo con esta soledad a la que cantó y conmocionó a Don Miguel de Unamuno; a la que una noche aciaga devoró el torrencial del agua causando la mayor tragedia que ha padecido esta tierra. Me quedo con su silencio, con sus ocres, con sus violetas, con el paso cansino del tiempo y con los bancos de madera vacíos al sol.

Subo la cuesta empinada y a mi lado, marchan acompañándome, el recuerdo de mis tías, de mi abuela, de mi madre y de cuantos se han acercado a mí a lo largo de esta vida. Me despido de la casa junto al rio donde vivieron y me entristezco al ver cómo va desapareciendo obligada por el peso amargo de esa modernidad que se va instalando y matando todo el ayer.

Pero, antes de abandonar Sanabria, me acerco a lo que queda, y de lo que fue, la venta Guerra y sonrío al recordar la leyenda familiar de los bisabuelos.

De nuevo la ronda sanabresa, el cantar de los arrieros.