Era alto y rubio. Con orejas de soplillo y unos ojos azules que al mirar parecía que se clavaban en uno. Era flaco, de piernas muy largas, enfundadas en un pantalón corto y unas medias negras que le cubrían las rodillas.

Se llamaba Hans y era alemán. Era un niño de la guerra. Niños que llegaban desnutridos, tristes, callados, desde una Alemania devasta. Niños acogidos por familias españolas con la piadosa intención de hacerles olvidar el desastre, el dolor que queda tras los absurdos enfrentamientos que produce el odio, o la ambición de llegar al poder pisando, si es necesario, la sangre de los muertos.

Y de eso, por desgracia, nosotros sabemos bastante.

Llegaron e inmediatamente se integraron como uno más, o al menos eso dieron a entender.

Participaban en nuestros juegos, aunque a veces fuéramos crueles y le hiciéramos aflorar las lágrimas en aquellos ojos claros. A mí me daba pena porque presentía su soledad, su incapacidad de comunicación, de gritarnos y de enfrentarse a nosotros con toda su fuerza y toda su razón.

Alguna vez le descubrí en cualquier rincón del almacén donde, entre los sacos de cacahuetes o fardos de plátanos de Macario Sanz, encogido sobre sí mismo, lloraba.

Pero todo eso ocurrió en los primeros días, luego ya fue uno de los nuestros, un chico más del barrio de la Soledad. Le dotamos de un tirachinas y le hicimos participe de nuestras costumbres y nuestros desmanes.

Ahora, al ver esas oleadas de emigraciones forzadas muchedumbres enteras que buscan, no un paraíso, pero si un trozo de tierra donde poder vivir, recuerdo a Hans, el alemán alto, rubio y flaco que vino de extraño y regresó a su tierra como amigo. Y así lo demostró, cuando pasados los años, regresó en bicicleta para visitarnos y pasar unos días en su casa de acogida. Nos recordaba a todos, con nuestros nombres y nuestras picardías.

Hoy miramos con recelo esas avalanchas de un mundo desesperado que viene a gritarnos ante nuestras puertas del bienestar que a, parte de traer hambre, dolor y soledad, traen la alarma de la tierra que dejan a sus espaldas, de quienes les empujan para que abandonen la esperanza del regreso.

¿Y qué hace ante ello Europa? No podemos olvidar que Europa somos todos.

Ya no es raro lo que hace tiempo lo era y esto es, tropezarnos, cruzarnos, convivir, con grupos étnicos distintos que comparten con nosotros lugares comunes.

A veces les miramos con recelo, otras con temor, otras con desprecio, y siempre, desconfiando, pensando que puede ser el próximo integrista que nos destruya.

Estos ojos no son los ojos tranquilos y azules que nos recuerdan al mar en calma. Estos, por el contrario, son ojos negros, profundos, tal vez más tristes que los de Hans, pero que nos inquietan.

Y ante esto nada podemos hacer, si no aceptarlo. Mi sospecha es, si ellos lo aceptan también, si llegados y siendo ya huéspedes de una tierra de promisión, se encuentran, más que cómodos y seguros, agradecidos.

Es complicado el hacer convivir culturas diferentes, y a no digo integrarlas las unas en las otras. Para eso hay que ser muy receptivo y ellos no lo son tal vez porque crean que vienen cargados de razón.

Cuando uno estudia la historia de aquellas tres culturas: árabe, judía y cristiana, en las que, las unas, absorbían de las otras sus conocimientos, sus tradiciones, y hasta su forma de pensamiento, sin que hubiese conflictos, todo lo contrario, pues se enriquecían en sus descubrimientos. Uno piensa como fue posible esa convivencia y como, hasta un rey castellano, Alfonso VI de León, fue capaz de mantener como concubina a Zaida, una princesa musulmana de al-Ándalus y con quien tuvo a Sancho Alfónsez. Pero no solo eso, sino que el mismo rey quiso que los restos mortales de Zaida descansaran en el lugar que había destinado para él mismo, sus reinas e hijos.

Muy difícil me resulta que estos gestos de generosidad pudiesen darse ahora.

Pero volvamos a lo que ocurre en este mundo conflictivo y tensionado, hasta el extremo, que de nuevo vivimos bajo la amenaza de una guerra, que ya no es fría, como la de entonces, sino, una guerra caliente, que cada día aumenta y que parece un juego de dos locos que se divierten para demostrarnos que son los dueños de nuestra tranquilidad y de la paz.

Corea del Norte amenaza con convertir Corea del Sur "en un mar de fuego". Y Kim Jong-un, con su cara de niño travieso que tanto nos recuerda a los juguetes asesinos, los Demonic Toys, de Full Moon, dice que no es broma.

Y al otro extremo, otro muñeco con peluquín, Donald Trump contesta que el coreano de cara redonda es "un loco al que no le importa matar a su pueblo y será probado como nunca antes".

Me pregunto quiénes son los peluqueros de los dos.

Pero llegan los huracanes uno tras otros, o se mueve la tierra bajo sus pies para recordarles, que hay algo imparable por encima de sus apetencias de poder, a lo que jamás podrán someter. Que la gente es arrastrada por el ímpetu del agua o mueren bajo los escombros; que desaparecen islas que ayer eran paraísos y que habrá que reforestar, reconstruir, edificar, volver a dotarlas de vida y de esperanza. Que el armamento no sirve para nada, que es un gasto inútil, pero capaz de provocar el desastre total. Y ahora vemos que el botón rojo está en manos de dos locos. Eso me recuerda la pintura de Miguel Ángel en la capilla Sixtina, el dedo de Dios buscando la mano Adán.

¿Qué ocurrirá si se encuentran?

Y vuelvo a Hans, al niño alemán de la guerra, pero, sobre todo, porque el día de su partida, me desprendí desde el balcón de mi casa al patio, por lo que sufrí, tras la caída, un golpe que me retuvo tres días en coma.

No pude despedirme, pero sí sé que vino a visitarme mientras estaba postrado en la cama.