Cuando nos damos de bruces en la calle con alguien en un reencuentro, el momento fortuito de dicho encuentro nos libera emociones, nos trae y acerca a infinidad de recuerdos.

Eso me ocurrió el otro día al toparme con una querida amiga, la viuda del entrañable amigo prontamente desaparecido José Luis Cordero. Al verla, automáticamente me vino la imagen del amigo perdido.

El año no importa, pero sí el lugar y una mañana de cualquier mes en el campus universitario de Madrid.

El en aquel tiempo, el lucir unas greñas o tener el atrevimiento de dejar que apuntara en el rostro una incipiente barba y no digo lucir pana gastada, bufanda a lo bohemio; eran demasiados signos externos para ser tomado como desafecto al régimen o militante de partidos izquierdosos.

Y eso ocurrió aquella mañana en la que "los grises" ocuparon la ciudad universitaria asaltando los comedores.

Mi trenca y mi pelo largo, fueron suficientes motivos desestabilizadores para que se abalanzaran sobre mí una pareja de policías mientras José Luis, sin dar crédito a lo que veía, era obligado a alejarse sin que sobre él cayera el golpe de la porra.

La familia Cordero siempre ha gozado de la simpatía entre los benaventanos. Y esa misma prudencia, ese mismo comportamiento cauteloso, lo mantuvo José Luis al intentar ayudarme.

El resto, una lluvia de golpes antes de introducirme en el furgón que me trasladaría a mí y a cincuenta más, a la Dirección General de Seguridad en la Puerta del sol.

El Madrid que contemplaba desde el interior del furgón me pareció el Madrid más doloroso, más incómodo y más odiado.

Posiblemente echara de menos la libertad de correr por estas cercanías, ayer campo yermo y hoy urbanizado. Echaría de menos la presencia de amigos del barrio o de los fantasmas personales.

Pero si tengo y mantengo viva cada una de las imágenes que luego se sucederían. El despojo de cuantos objetos portábamos, la entrega de nuestros cintos corbatas o cordones de zapatos y la espera larga en los interminables pasillos para ser sometidos a interrogatorio.

Un dato curioso. Nunca llegué a saber quién, apareciendo como ángel de la guarda revestido de agente de la secreta, tomó mi carnet de identidad y simplemente dijo: que hace uno de Benavente en medio de este fregado.

Tras el interrogatorio, el regreso a las celdas del sótano. Exceptuando el momento festivo, ya de madrugada, en el que por un momento el ambiente se transformó en burdel mientras introducían en celdas contiguas, jaleadas por nuestros aplausos, a una docena de prostitutas detenidas en una redada por la calle de la Ballesta, el resto hasta ver transcurridas las 72 horas fue un aburrimiento y desesperación total.

Sabíamos de la hora por el reloj que uno de nosotros pudo ocultar, pero creo que ese fue un castigo añadido, preguntar una y otra vez si en realidad el tiempo transcurría o se había detenido para nosotros.

Cuando en la mañana del tercer día oí pronunciar mi nombre y me entregaban un boletín amarillo, tras recoger mis pertenencias, salí de allí corriendo. Solo me detuve en la puerta para respirar profundamente el aire de la libertad. El sol de la plaza me pareció la luz más brillante y los transeúntes mis amigos. No quise mirar a mis espaldas y me fui a San Ginés a desayunar chocolate con churros.

En estos tiempos en que vemos entrar en prisión a tanto ladrón y sinvergüenza, me vienen a la memoria esas fatídicas 72 horas y me imagino el largo cautiverio que les espera.

No hay jaula de oro, por mucho que pensemos que podrán disponer de todo en sus celdas individuales. El enemigo a derrotar es el tiempo el cual parece que nunca pasará, que los relojes, como los de Dalí, se han vuelto blandos incapaces de dar las horas y que la vida no les va a esperar como a mí los churros de San Ginés cuando cumplida su condena salgan a la calle.

¿Libertad?, para qué, fue la respuesta que dio Lenin a Fernando de los Ríos. Libertad para disfrutarla para disponer de ella a nuestro antojo. Libertad como la primera sonrisa y la primera luz de cada mañana. El primer paso para salir de casa. Cando se atenta contra ella estamos atentando contra lo más preciado que tiene el hombre: el derecho a decidir en lo más íntimo, aunque uno se confunda.

Aquellas 72 horas en que estuve privado de libertad me hicieron reflexionar. Me puse en el cuerpo de cada uno de los que por otros motivos o por los mismos, fueron trasladados a la cárcel de Carabanchel. Pasarían años entre rejas, que ya es castigo, pero, sobre todo, su regreso a una vida sin obstáculos que le impidan caminar. Lo malo es que la espalda se le ha encorvado, el cabello se le ha vuelto cano o ha desaparecido. Entonces se preguntará si mereció la pena delinquir y para qué le sirve el tesoro oculto que va recuperar.

"La libertad no hace felices a los hombres; los hace, sencillamente, hombres" (Manuel Azaña).