No sé dónde leí hace tiempo que los libros son ríos de letras y de palabras.

Una librería cierra y los libros pasan a dormir y a ir muriendo despacio en el cenotafio donde reposan junto a un mar de amigos: los cuadernos, las cartulinas, los estuches de lápices de colores, la montonera de folios en blanco que agonizan esperando que alguien les salve de la incineración, los lleve lejos para que otro alguien escriba sobre ellos una carta de amor o simplemente deje el garabato de su firma y de su recuerdo. Pero los libros mueren pacientes, desangrándose, algunos provistos aún de su cubierta de plástico sobre la que aparece el precio que nunca nadie llegó a pagar.

Cuando la calle de la Rúa era arteria principal, paso obligatorio y se concentraba el bullicio como en cualquier otra calle de cualquier otra ciudad, era como un rito, una cita intelectual, la visita a la librería de Gráficas Unidas para intercambiar un rato de charla con Antonio Llamas, María o Pedro (Pedrito) o con cualquiera de su prole.

Era un lugar de encuentro al que acudían Martino Martín del Río, Fernando Arias, don Esteban Fernández, (el chocolatero), José Brel, Segundo de Dios, Emilio Miñambres? y tantos otros que serían largos de citar. Todos ellos o nosotros, con una misma inclinación: la lectura.

Antonio, educado en el seminario y de tendencia conservadora, tardó tiempo en abrir su vitrina a las nuevas lecturas, aquellas que ya comenzaban a aparecer provocativas en los escaparates y que habían saltado la barrera de la rígida censura.

Me chocó encontrarme en una de esas visitas con el libro que aún conservo y que iba uno al lado de las otros sin darse codazos: La crucifixión rosada, una trilogía de Henry Miller, el autor estadounidense maldito que, con tono crudo, sensual y sin tapujos, denuncia el puritanismo y la hipocresía moral americana y del que tantas veces me nutro en mis escritos. Pero allí estaba, con ese ademán tan suyo y provocativo, recostado sobre dos biblias de Nácar-Colunga y las Confesiones de San Agustín. Un trío perfecto, pensé yo.

Abrí mi libro que acababa de adquirir y le mostré a Antonio el interior en el que aparecía el subtítulo de la trilogía: Nexus, Sexus y Plexus.

-Se me han colado, dijo riendo-

-A éste le he salvado de la hoguera- le respondí.

Los libros que no se cuidan, que se abandonan o se arrojan al vertedero de basuras, borran su tinta entre olvido y lluvia.

Cierto es que, en el viejo edificio donde estaba ubicada la librería Gráficas Unidas, ya no quedaba ni un solo libro porque todos fueron rescatados por Germán, que hasta que mantuvo abierta la nueva librería, veló con el mismo cariño que su padre.

La piqueta demoledora que no entiende de valores estéticos, de antigüedades o de historia, se llevará por delante el inmueble entero.

Ayer, mientras tomaba una caña, a mi lado un par de turistas consultaban la guía de viaje y comparaban, para mi vergüenza y pena, los valores arquitectónicos de Toro y de Benavente. Tentado estuve de intervenir en su dialogo y decirles que hubo un tiempo que, sin llegar a la riqueza patrimonial de aquella ciudad, puesto que en ella había nacido un rey, que también fue ésta una ciudad histórica, Que la nuestra también tuvo algunas iglesias, algunas casas nobles, algunas ruinas notables y que, con las piedras seculares del castillo del Conde Pimentel, cimentamos la ciudad o las arrancamos de sus asientos para construir escaleras o cerramientos urbanos.

Pero eso sí, tenemos algo contra lo que nadie podrá atentar, aunque una vez y por equivocación, en los planes urbanísticos se incluyó La Mota como zona urbanizable; menos mal que el amigo Saldaña salió al quite y deshizo el entuerto.

Se habla tanto de nuestro parque que poco más hay que decir o de él descubrir. Sí recuerdo la rosaleda cuajada de rosales casi arbustos y de tal profusión de colores que alegraba la vista y embriagaba el aroma con solo acercarse o caminar por sus paseos de tierra. Ese mismo recuerdo me vino ayer cargado de olor, al pasear por los jardines del Santuario de la Espina o los de la Colegiata de Villagarcía de Campos. No creo que por ellos corriera Jeromín, el hijo ilegítimo del rey Carlos I de España y de Bárbara Blomberg; pero sí que lo hiciera por el castillo de don Luis de Quijada, hoy en ruinas.

Y toda esta historia ahí, al lado de casa, en Villagarcía, con un museo, el de la Colegiata que, entre otras joyas, guarda la bandera de la nave capitana turca, arrebatada por Don Juan de Austria en la batalla de Lepanto.

Y en Benavente, ¿qué queda? Si hasta el altorrelieve adosado a la pared posterior del antiguo ayuntamiento lo tuvo que donar la Cámara de Comercio de Puebla de los Ángeles, ciudad fundada por nuestro fraile en México.

Una ciudad que parece estar hecha para los que en ella habitamos, una ciudad anodina, adormecida, que poco tiene que ofrecer. Esa también fue la conclusión a la que llegaron los visitantes que sentados a mi lado degustaban gambas y salmón mientras bebían una cerveza de Granada.

Menos mal que no me llegaron a preguntar cuál era el plato típico de Benavente, porque no hubiese podido responder, o, simplemente decirles, el bacalao a lo tío y las ancas de rana, pero no las pidan porque no las encontrará en la carta de ningún restaurante.

Yo, desde luego, me pedí una fabada.

Cortázar y los libros se borran en su tinta entre basura y lluvia. La noticia cultural es que los libros se consumen porque están de oferta. Mientras una gran cantidad de la gente hace cola en el frío para acceder a volúmenes que buscaba desde hace tiempo y no llegaba a comprar por el precio; otros libros todavía esperan un apiadado rescatista que los abrigue en alguna biblioteca, eso sí tuvieron la suerte de no morir desangrados en cada consonante dentro del camión que recolecta la basura.