La corrupción es una inmoralidad que está causando un terrible daño en los pilares que sustentan la democracia española. Este argumento, cargado de certezas, está siendo aprovechado por políticos de nuevo cuño para tratar de "limpiar" nuestra democracia desde la perspectiva de una equivocada y peligrosa pureza ideológica. Destruir símbolos, erradicar tradiciones, estigmatizar creencias, no son más que actitudes acomplejadas de quienes temen que su impronta no perdure, quizá porque saben que la historia no perdona y condena a los mediocres al ostracismo más absoluto.

Todo esto en aras de un mal entendido concepto de libertad de expresión que al final se traduce en un terrible generador de odio. Los nuevos demócratas tratan de imponer su criterio en que la defensa de la democracia está en exhibir una bandera republicana, en criticar a la realeza, en cuestionar gratuitamente el funcionamiento de las instituciones que han sido la base del desarrollo de nuestra sociedad, en cuestionar la unidad de España, en condenar la tauromaquia o en mostrar desacuerdo por las manifestaciones religiosas como la Semana Santa o la cabalgata de los Reyes Magos, es decir, destruir símbolos y tradiciones para crear un orden ideológico nuevo.

Esta perversión ideológica inviste a los destructores del sistema de una falsa superioridad frente a los reprimidos defensores. Parece que tenemos que escondernos, pedir perdón por llevar la bandera nacional, por acudir a actos religiosos o por luchar por la pervivencia de las tradiciones más arraigadas.

Al igual que soy consciente de la necesidad de adaptar las tradiciones e instituciones a los tiempos actuales, hay una mayoría silenciosa que está muy orgullosa de la herencia recibida, que debe manifestar sus creencias tal y como ellos consideren, sin vergüenza, y no permitir que los destructores del sistema, impongan su criterio. Si un país no preserva sus tradiciones y sus símbolos, es difícil que se respete a sí mismo.

Hay una tendencia a quitar la misa de los domingos en TVE, cambiar las cabalgatas de Reyes por otras manifestaciones lúdicas, suprimir las procesiones, descalificar todo discurso religioso en la vida política, es decir una tendencia hacia el laicismo radical que pretende una vida social y política libre de religión. Este planteamiento basado en una interpretación sesgada del principio de aconfesionalidad del Estado Español, trasgrede el más elemental principio de libertad de expresión y elimina arbitrariamente tradiciones que están muy arraigadas en el pueblo y que nadie, en nombre de no se sabe qué libertad, puede eliminar.

Esta laicidad que pretenden imponer algunos gobernantes vulnera la igualdad de trato que deben tener las personas en cuanto a la libertad ideológica y religiosa, ya que todas las convicciones forman parte de la vida social, afectando además, directa e indirectamente a la elaboración de las leyes que regulan la convivencia de los ciudadanos.

Hay infinidad de símbolos que para unos tienen connotaciones positivas y para otros negativas y ello no implica que de manera absoluta consideremos a unos como buenos y a otros como malos. Cambiarlos rompiendo las tradiciones, es una forma descarada de adoctrinamiento político y pone el énfasis en el momento político que se está viviendo, sin tener en cuenta la historia que los soportaba.

Es cierto que en la actualidad y debido a la profusión de sistemas de comunicación, los políticos se las tienen que ingeniar para que sus mensajes lleguen a sus votantes con el efecto que pretenden. Inculcar que todo lo antiguo es casposo y que limita la libertad individual, es desconocer el verdadero sentido de los símbolos. En éstos siempre hay una realidad presente y otra latente subjetivada, que no se puede ni se debe obviar. Su eliminación por imposición está abocada a un conflicto permanente y a un efecto boomerang difícil de prever.

En nuestro país estamos habituados a maltratar y avergonzarnos de los símbolos que nos han dado una identidad y han sido portadores de principios y valores que otros países de nuestro entorno muestran con orgullo. El revisionismo excluyente que están haciendo los nuevos políticos respecto a todo aquello que según sus criterios les molesta, nos avoca, si no ponemos remedio, a destruir una parte de nuestra identidad que nos conformó como nación.

¿Cuál es el criterio acertado para quitar una cabalgata, una procesión, un crucifijo, la imagen de una virgen o el busto del Rey en un espacio público y al mismo tiempo colocar un puño en otro espacio público? ¿El mensaje último de todo esto, no es la expresión de un valor? Ironías de la vida, quizá prepotencia o, quien sabe, quizá ignorancia.