Cuando perdemos el criterio de la ética y creemos que todo es licito, que nadie se debe de dar por ofendido, que todo vale, incluso, la risa o la mofa del tullido que vemos en la calle, no es nada irreverente; entonces, me da la impresión de que este mundo caduco camina hacia el desastre.

Cuando un niño va a clase equipado con ropa de marca que vale más que el atuendo de cualquier profesor, o saca de su mochila una Tablet que a duras penas podría costearse el educador con su sueldo. Cuando muestra en su muñeca un reloj para suscitar envidias entre los compañeros, entonces, creo que este mundo hace aguas por todos los sitios. El comportamiento altanero, casi amenazador de los chicos que creen que todo vale y que anteponen sus derechos a sus, ya no es algo que atañe a los educadores, sino a aquellos que no son capaces de hacer entender a sus hijos que existe al menos una ley: la ley del mínimo esfuerzo, que podría ser válida para obtener todo lo que llevan puesto o de lo que disponen en sus habitaciones, si fueran capaces de aplicársela.

Dice Cicerón: "Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros".

Pero me quedaría con otra de sus frases, frase que debería de figurar en el sitio más frecuentado del hogar: "Sólo dos legados duraderos podemos dejar a nuestros hijos: uno, raíces; otro, alas". Lo malo es que no les enseñamos a volar y puede que se aproximen tanto al sol, que se precipiten contra el suelo como le ocurrió a Ícaro.

Lo ocurrido en el carnaval de Canarias con un drag queen o mejor un travestido o para que le duela más, un "travelo", que no serviría ni de telonero en un mal vodevil, parodiando groseramente algo tan sagrado para muchos creyentes como es la imagen de la Virgen y el Crucificado y que solo la Iglesia lo ha condenado enérgicamente, mientras que nuestra clase política o lo que sea, mira para otro lado o alza la voz tímidamente, nos tiene que hacer pensar.

Nuestra sociedad está abandonando la idea de culpa y se pasa a la de vergüenza como si con ese avance saliéramos ganando, cuando no es así.

Escribe Jonathan Sacks algo que sería la clave de todo: "En la cultura de la culpa se distingue entre el pecado y el pecador, de modo que, hagas lo que hagas, puedes esperar el perdón. La cultura de la vergüenza es la del linchamiento mediático. La vergüenza te sigue toda la vida".

Moraleja: intentamos ocultar nuestros errores porque, si se conocen, la vergüenza nos hará la vida imposible.

Hemos dejado atrás el homenaje a la carne y pagado su tributo y ahora nos adentramos en el tiempo de la cuaresma, un tiempo que era entonces de recogimiento, como periodo y preámbulo de la Semana Santa y que ahora pasa desapercibido.

Existía la costumbre que, sin imponerse, se tomaba como parte de una tradición y era esta, la de abstenerse de comer carne y ayunar los viernes. Con la sola excepción para los enfermos o para aquellos que pagaban o compraban la Bula, una dispensa de la Santa cruzada y que estuvo vigente hasta los años 60. A cambio de aquella limosna se libraba uno de cumplir con los rigores, que no eran tan severos e inflexibles, del ayuno y la vigilia.

El Miércoles de Ceniza abría un tiempo de penitencia que marcaba las comidas, la diversión y el día a día. "Comer de viernes" era una costumbre tan arraigada que existía una cocina específica de abstinencia. El cocido se sustituía por un potaje de garbanzos con espinacas y algo de bacalao y quien podía tomaba algún pescado, en general escabeche con aceitunas negras y cebolla. Esta abstinencia se cumplía a rajatabla y su descuido era motivo de confesión.

Puede que se cumpliese más por arraigo tradicional que como precepto católico, pero se cumplía.

Para los pensadores clásicos los contenidos y prácticas tradicionales trasmitidos durante siglos mentían abierta una vía de acceso a la verdad absoluta del hombre y la relación con la creación. En el transcurrir del tiempo, cambiamos las tradiciones por sucedáneos que ya no nos dicen nada ni nos llevan a considerar el trasfondo de aquellas.

Por el camino vamos abandonando pequeñas costumbres para quedarnos solo con lo más espectacular: el carnaval, el tortillero, la pedida del toro, y perdimos la bendición de los campos, de los animales, las rogativas de San Marcos, la fiesta de las candelas, el pan de la Veguilla, o el correr la naranja por las eras de San Antón.

Cada uno de aquellos acontecimientos iba precedido de su correspondiente algarabía y se convertía, si no en auténtico festejo, si en pura distracción.

Ahora ni eso, ahora, si no es muchedumbre que llene la calle, no merece la pena conservarlo. Interesa más la cantidad que la calidad porque la calidad se ha convertido en algo minoritario y para qué sufragar la distracción de unos cuantos.

Queda muy bien festejar el día del orgullo gay, pero también el día del orgullo de ser cristianos, sin que ni a unos ni a otros les moleste por parecer antagónicos.

¿Dónde queda aquella Iberia en la que convivían en paz las tres culturas: árabe, cristiana y judía y cuyo legado múltiple es aún perceptible donde quiera que se mire, desde sus monumentos, sus avances en el cultivo de las artes y de las ciencias o sus delicias gastronómicas?

Hay algo tan sencillo que se llama respeto y que, la verdad, cuando uno lo practica hasta se siente cómodo y seguro.