Don José, el párroco, se aproximó a la tumba tras dos horas de espera. "Kyrie eleison. Christe eleison. Paternoster ...".

La mano alargada del sacerdote iba llenándose de monedas. Monedas y más monedas; la registradora funcionaba a la perfección con las pesetas rubias y el cielo se abría o se cerraba también a base de pesetas rubias. El cielo o el infierno se ganaban a base de cientos y cientos de pesetas rubias y de responsorios.

¿A cuánto el Paternóster? ¿A cuánto la cotización del responso a pie de obra?

De vez en cuando, muy solapadamente, como queriendo retirar la estola que colgaba del brazo, el viejo cura consultaba la hora en su reloj y volvía a la monserga de la salmodia de difuntos.

¿Cuántos minutos consumía un responso? ¿Cuántos responsos constituían un responsorio?

Cuando le pareció que el cupo de monedas había satisfecho plenamente el tiempo invertido en jaculatorias, volvió a dar de propina dos paternóster, al fin y al cabo, era una familia conocida y el difunto fue buen amigo personal y buen cristiano.

-Pater noster, Pater noster, Pater noster?

Así más o menos, transcurría la tarde en el cementerio municipal el día de todos los santos. Yo, por entonces monaguillo del Hospital de la Piedad, observaba aquella ceremonia, miraba al sacerdote con más curiosidad que respeto. Escuchaba los latinajos e iba del bonete a la sobrepelliz ribeteada de puntillas y luego, a la bolsa de tela roja que aumentaba de volumen y de peso a cada responso.

Era una ceremonia cargada de recuerdos, recuerdos tristes que no daban concesión a otro pensamiento fuera del perímetro cerrado del cementerio.

Cuando por fin aquel cortejo fúnebre se alejaba de los panteones, con la satisfacción del deber cumplido, se recogían de nuevo las coronas, los faroles, cuantos objetos que año tras año se trasladaban de la casa al cementerio para cumplir con el ritual y solo se dejaba sobre la lápida la flor del crisantemo que poco a poco iba perdiendo su frescura y su color. Las coronas de marabú teñido de negro volverían a sus cajas de cartón y dentro de ellas reposarían hasta ser despertadas el próximo año por idénticas fechas.

Un ritual mecánico, un culto a la muerte o, quizás, una forma de exorcizar el miedo y el respeto que nos infunde el trasunto por esta tierra. Pocos o ninguno volverían la mirada al abandonar el campo santo para exclamar como Bécquer: "Dios mío, qué solos se quedan los muertos".

Se ha dicho que un paseo callado por el interior de los cementerios vale tanto como la mejor lección de filosofía. Ir despacio por en medio de esa fría geometría de rectos caminitos, de cipreses inmóviles, de mármoles y de muros blancos alineados ayuda a meditar en nuestra natural exigüidad: en ese tope final, común e inevitable.

Hoy, no voy a decir que es un puro folklorismo, un obligado cumplimiento que incluso nos molesta, porque no hay ambigús, no hay una barra donde esperar tomando unas cañas a que, mientras la familia termina de adornar las sepulturas y panteones o vierta las últimas lágrimas si es que las han derramado.

Si los mismos sacerdotes son remisos a posesionar, sería un milagro verles hacer el recorrido cuartel por cuartel del cementerio. Ahora todo es global. Una oración común para todos, toquen a mucho o a poco; se acabaron los responsos individuales. La plegaria sube al cielo y es escuchada y son distribuidos sus beneficios por igual seamos buenos, malos, creyentes o agnósticos. Todos recibiremos el maná, la misericordia y el perdón.

Con Halloween a la vuelta de la esquina, sería bueno hacer una excursión por algunos cementerios del mundo. Por ejemplo, el de Pere Lachaise, en París. En él están enterrados grandes personajes de la historia como Chopin, Delacroix, Georges Méliès, Jim Morrison, Edith Piaf y Oscar Wilde.

O el de Saint Louis, en Nueva Orleans, con la tumba de Marie Laveau, la reina del vudú. Dice la leyenda que si uno da tres golpes sobre su lápida y a continuación se escribe "XXX" y se vuelven a repetir tres golpes más, la señora Laveau concede un deseo, siempre y cuando se le deje un regalo.

Dentro de la ciudad de Buenos Aires, el cementerio de la Recoleta es el que concentra mayor cantidad de tumbas de personalidades argentinas. El contraste entre el lujoso barrio de la Recoleta y los imponentes mausoleos con la decrepitud de algunas tumbas hace este espacio aún más interesante. En él está enterrada Eva Perón. La tumba más visitada. Pero hay que visitar también el de La Chacarita, donde el tango está enterrado o donde se perpetúa. Allí muda la voz de un Carlos Gardel hecho mármol. Y como ocurre en cada cementerio, aquí también existen leyendas como la del "taxi fantasma". Creen las bonaerenses que en los alrededores de la necrópolis hay un taxi muy particular: este taxi solo recoge a la gente que sale del cementerio para convertirla en cadáveres tras visitar la tumba de sus familiares. En 1978 un periódico de barrio ya desaparecido publicó una noticia donde afirmaba que un hombre encontró una señora muerta sobre la lápida de su madre. La leyenda cuenta que la mujer en cuestión estaba cansada y decidió tomar un taxi. Enseguida divisó uno que venía, lo paró, se subió. Le indicó al chófer la dirección y se sumergió en recuerdos de cuando su madre estaba viva, esto le impidió distinguir la palidez del conductor o el lentísimo cabeceo con que respondió al escuchar la dirección. De repente comenzó a sentir un frío, un frío que nunca antes había sentido, estaba todo demasiado helado. Fue entonces cuando prestó atención a ciertos rasgos físicos de quien iba al volante. Le quiso hablar, pero se quedó sin palabras al ver las manos flacas, con la piel casi pegada a los huesos, prácticamente blancas del chófer. Imposible de verle la cara a través del espejo delantero, reprimió el grito al ver que el asiento estaba vacío.

En Londres el de Highgate es una verdadera joya de la arquitectura victoriana. De estilo gótico, se parece más a un bosque que a la clásica imagen tétrica de los cementerios. Esta es una de las razones que atrae a los turistas hacia este camposanto, las otras son las tumbas de personalidades como Karl Max y Michael Faraday o la leyenda de que entre estas lápidas y árboles vaga un vampiro.

Pero también hay cementerios abiertos, auténticos bosques, como el de Skogskyrkogården, en Estocolmo. Un cementerio Patrimonio de la Humanidad y en el que yacen los restos de la actriz Greta Garbo. Un lugar, "El bosque del recuerdo", que evoca un paisaje romántico al que cualquiera puede acercarse para depositar flores o faroles que la gente deja como ofrenda. Ciudades para muertos, llenas de evocaciones, donde se apaga el brillo de la fama y la fortuna.

En esas fechas era casi obligatorio poner en escena el drama de José Zorrilla "Don Juan Tenorio". Muchas anécdotas podría relatar de las ocurridas durante la representación que nuestro grupo de teatro hizo en el Gran Teatro. Creo que fue la única ocasión en la que un don Luis Mejía asustado y sin saberse el papel, raptaba del convento a doña Inés, pues en aquel momento tuve una hemorragia de nariz que me imposibilitó hacerlo yo mismo. O la faena que les hice al interponer los candelabros antes de subir el telón para que mis dos compañeros no pudieran comer del plato de jamón que pusieron en el centro de la mesa.

Son recuerdos que me emocionan, más cuando algunos de ellos ya nos han dejado. Hoy mi pensamiento los trae aquí para volver a revivirlos.

"Cuán gritan esos malditos, pero mal rayo me parta si en concluyendo esta carta no pagan caros sus gritos".